La Nación
La señorita Mery 1 29 marzo, 2024
CONTENIDO AUSPICIADO

La señorita Mery

Hoy se celebra en el país el Día del Maestro. Por primera vez encerrados, sin estudiantes, trabajando de una manera rara, distinta y nueva para todos. LA NACIÓN comparte con sus lectores este texto del escritor Gerardo Meneses como un homenaje a ellos en su día.

La señorita Mery 7 29 marzo, 2024
Gerardo Meneses Claros es escritor de literatura infantil.

Gerardo Meneses Claros

Escritor

 

Hay una pregunta que con frecuencia me hacen los niños y que es inevitable en mis charlas, conversaciones y giras de autor, ¿Cómo te hiciste escritor? –me preguntan. Y yo mismo tuve que acudir a los recuerdos para poderle dar respuesta a ese interrogante. Sucedió que estando en Tercero de primaria, en la escuelita Isaías Rojas Velásquez, de Pitalito, tuve una maestra que se ingenió una fórmula para que yo dejara la manía de mentir. A los ocho o nueve años, era un mentiroso compulsivo. Es más, me encantaba inventar mentiras y enredarlas con otras hasta formar unas marañas intrincadísimas que ni yo mismo entendía pero que mis compañeritos de escuela disfrutaban, y peor aún, me creían.

La maestra se llamaba Mery Basto, era una jovencita de unos 20 años, hermosa, como una muñeca, hija de una de las familias tradicionales de Pitalito, y cuyo padre y el mío compartían una amistad entrañable.

Por el oficio de mi padre, que fue cafetero toda su vida, los domingos nunca tuvimos su presencia en casa. La ausencia de mi padre, la cubrió mi madre con tres programas infalibles de domingo: la misa de las 11 de la mañana, el almuerzo en familia y la inolvidable matiné del Teatro Laboyos a las 3 de la tarde. Siempre fue así. En ese tiempo, mediados de los años 70s, en casa había un televisor, pero en Colombia había dos canales, de los cuales solo uno llegaba a Pitalito y en casa solo se prendía la tele cuando mi madre lo ordenaba. O sea, muy de vez en cuando. Así que yo me crié con el cine, de hecho, hoy en día la crítica dice de mi obra que es asombrosamente cinematográfica, lo cual creo que es cierto sin ser a propósito; es que así me formé.

Y esto de la matiné de los domingos acrecentó mi manía de mentir, porque el lunes, en el recreo de la escuela, los niños me hacían ruedo en el patio debajo de una enorme ceiba para que yo les contara la película que ellos no habían podido ir a ver.  Claro que lo que yo les contaba estaba atravesado por las aventuras que mi propia imaginación creaba y que refundía entre las aventuras de Tarzán, Santo el enmascarado de Plata, las rancheras mexicanas o los pistoleros del Oeste. Y los niños, me creían.  La que no me creyó fue mi maestra, la señorita Mery. Y una mañana ante la algarabía de ellos oyéndome casi desbaratarme contándoles las mentiras de la película del domingo anterior, ella interrumpió mi intervención y les dijo que no me creyeran, que nada de lo que les estaba diciendo era cierto, pues ella también había ido a ver esa película y nada de eso había pasado.

Pero no contenta con dejar mi credibilidad por el piso, me regañó, me mandó al salón y me puso de tarea, hasta que terminara, escribir en el cuaderno de lenguaje lo que acababa de contarles a los niños.

Es el castigo que más he amado en toda mi vida. Casi una hora después, mientras en el salón mis compañeritos terminaban de copiar la lección que ella les dictaba, yo, en un rincón, llenaba y llenaba hojas de aventuras reales e imaginarias que me dejaron exhausto pero feliz. Me levanté del puesto, le entregué el cuaderno y ella me miró sorprendida, me tomó por los hombros, me acercó a su cuerpo y dijo algo así como ¿Y mijito de donde copió todo esto?

Al día siguiente llamó a mis padres; la que asistió fue mamá. Ella le mostró el escrito, la felicitó, le pidió que le contara cómo vivía yo, cuántos libros tenía, qué más cosas había escrito. Mi pobre madre atareada con la casa, ayudando a mi padre en la empresa familiar, dedicada a las obras sociales que siempre hizo, escasamente alcanzó a preguntarle a mi maestra: ¿Sumercé de quién me está hablando?

La señorita Mery me pedía que cada día le escribiera algo y me ponía frente a los niños a leerlo, les decía que ellos también lo podían hacer, me regalaba cartillas viejas que traía de su casa. Me ponía en las izadas de bandera y en cuanto acto cultural había para que yo leyera las tonterías que escribía y que ella admiraba y valoraba inmensamente.

Y hubo algo más, cuando terminamos ese año y pasamos a Cuarto, ella misma se encargó de hablar con el profesor y de decirle que me cuidara, que me alentara, que me exigiera mucho en lenguaje, en lectura y escritura porque yo tenía, según sus palabras, un talento extraordinario. Talento, capacidad o habilidad que ella descubrió, que ella cultivó y que ella desarrolló en ese año que fue mi maestra.

Y el maestro de Cuarto grado le hizo caso y siguió desarrollando en mí eso que ellos llamaban así: talento. Y al finalizar el año tenía en casa más cartillas, más libritos viejos de cuentos y hasta un tomo precioso del Tesoro de la Juventud que aún conservamos en la bibliotequita de la casa paterna. Y el de Cuarto le contó al de Quinto. Y al pasar al bachillerato en La Escuela Normal era tan diestro en la forma de escribir, me gustaba tanto leer, que muy pronto la profesora de historia, Fabiola Peña y el maestro de lenguaje, don Teófilo Carvajal, se convirtieron en mis tutores y amigos de todo el bachillerato.

Hoy, esto que les cuento que hizo la señorita Mery, sería llamado una Experiencia Pedagógica Significativa. Quizá no lo sea, quizá solo sea el resultado de una maestra por vocación, de una maestra que amaba su trabajo, que amaba  a esos 32 muchachitos que éramos sus estudiantes y que le hizo descubrir, casi de manera fortuita, para qué era bueno ese niñito que a los ocho años sólo sabía decir mentiras.

Eso es ser maestro; eso es querer el oficio. Un buen maestro construye, un mal maestro destruye. Y ustedes son constructores, los mejores constructores de la vida.