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Mi cuarentena atrapada con mi gata Akira en una playa 3 16 abril, 2024
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Mi cuarentena atrapada con mi gata Akira en una playa

Cuando llegué a Ecuador no me imaginé que poco después todas las ciudades, vías y fronteras cerrarían a causa de la pandemia del coronavirus. El reto que empezó este año con el objetivo de recorrer Suramérica en moto junto a mi gata, se detuvo en plena costa ecuatoriana. Ya cumplí 100 días escondiéndome de esta pandemia en mágicos lugares.

 

Karol Johanna Jiménez

Blogger en @Mochigata

Estamos por encima de los 27 grados. El paisaje de Puerto Cayo se ha adaptado al calor. Son las 2 y 20 de la tarde cuando llego a la localidad, y tengo suerte, porque hay 3.500 habitantes y todos están cumpliendo el toque de queda en sus casas, solo tres personas que cuidan la barricada y Gato, el hombre que da vida a esta organización de seguridad parroquial, permanecen atentos y nos dejan entrar. Miro al motoviajero que me acompaña desde hace algunas semanas y un respiro de alivio sale de mi cuerpo. Fue una suerte que a dos motociclistas extranjeros que viajan con una gata, les hayan permitido el acceso a esta población, así fuera para pernoctar una noche.

Esa mañana habíamos abandonado Manglar Alto, población vecina de Montañita, la playa más rumbera de Ecuador, donde permanecimos los primeros 40 días del estado de excepción. Salimos con un destino incierto, debíamos encontrar un lugar donde seguir la cuarentena, objetivo que se iba haciendo difícil con los múltiples retenes de la Policía ecuatoriana que nos querían quitar nuestras motocicletas, pues nos pedían un salvoconducto para circular que no teníamos, sumado al miedo de los pobladores que habían bloqueado con vallas, arena y madera las entradas de sus cantones, parroquias y comunas, para evitar intromisiones y contagios que en esos momentos en Ecuador ya habían superado a los 30.000 positivos para Covid_19.

Conduzco a través de las calles silenciosas de Puerto Cayo hacía el mar, para ubicarme en la playa, donde el líder de la organización o la ‘Resistencia contra el Covid’, como llamé a esta situación,  nos dice que si queremos quedarnos más tiempo debemos someternos a una cuarentena de dos semanas para demostrar que estamos sanos y al terminar el aislamiento nos invitan a ayudar a hacer guardia en las barricadas o trabajos que se requieran, pero debe ponerlo en consideración de la comunidad, una comunidad con cero contagios y mucho miedo.

El permiso fue otorgado esa misma noche y aunque continuamos aislados en una choza frente al mar, vamos a hacer parte de una comunidad nuevamente y no tendremos que salir a la zozobra y al temor que se respira en la carretera y en cada uno de los ecuatorianos que nos encontramos afuera de sus casas.

La mañana de nuestro segundo día amaneció vestida de incertidumbre pues desde temprano fuimos visitados por miembros de la comunidad, voceros y la Policía que pedían de manera acalorada recogiéramos nuestras cosas y saliéramos de la población, exigencias que fueron persuadidas por el Gato, quien estaba en el lugar preciso y en el momento indicado, siempre.

José Ignacio o El Gato, el líder de la resistencia, el menor de los hijos de una de las primeras familias que llegó a habitar Puerto Cayo; fue surfista, pescador y vigilante, último oficio que lo preparó para los turnos de guardia que en plena pandemia tuvo que hacer en su población, turnos que se crearon en el inicio de la cuarentena para evitar que otras personas, posiblemente contagiadas con el coronavirus, esparcieran la enfermedad.

Pero creo que el oficio que más ama, ser padre, fue lo que lo motivó a proteger a su familia, vecinos, amigos y su comunidad.

Al principio quienes lo acompañaban a cuidar la entrada principal a la comuna eran los surfistas y más adelante se unieron algunos pobladores, quienes, alarmados ante las cifras de contagios en Guayaquil y cantones vecinos, decidieron apoyar. Con ellos el grupo gestionó tapabocas, gafas, guantes, trajes de protección y sistemas de aspersión para limpiar los vehículos que entraban al lugar.

Biciviajeros

Con las otras personas que hablamos, a un metro y medio de distancia y usando siempre tapabocas, es con Laura y Stiven, dos biciviajeros colombianos que cuando empezó la pandemia se quedaron varados aquí y ahora viven como miembros activos.

Ellos nos traen agua y alimentos, cargan nuestros celulares y nos cuentan su vida en Colombia como patinadores extremos (Laura) y licenciados de educación física (Stiven) o nos narran historias como las de Arsen, el serbio que es nuestro vecino de aislamiento pero que ya cumplió su tiempo y ahora hace turnos de vigilancia en la entrada.

Arsen llegó a Suramérica hace ya casi tres años con 2.500 dólares en su bolsillo y el objetivo de encontrar su lugar en el mundo, el dinero se le agotó en el primer año por lo que para continuar su viaje ha sido voluntario en granjas, restaurantes y hoteles, y con respecto a su lugar en el mundo, aún lo busca y cree que puede ser en Colombia, su próximo país a visitar.

Mi cuarentena atrapada con mi gata Akira en una playa 9 16 abril, 2024

Mi baño, un hueco en la arena

Puerto Cayo es un pequeño pueblo de pescadores ubicado dentro de la ruta spondylus, su atractivo son las extensas playas de arena blanca y aguas azules donde se puede practicar surf y observar ballenas, o eso dice su reseña en internet, un internet que puedo consultar mientras me dure la carga de la batería del celular, batería que es recargada día de por medio en la estación de bomberos de la población, porque en este paraíso donde me encuentro, de donde no puedo salir por dos semanas, ubicado a 5 metros del mar, yo no tengo energía eléctrica ni agua potable ni baño.

La primera vez que me tocó usar el baño o el hueco en la arena que minutos después tapé usando mi pie, como mi gata Akira, me sentí extraña y algo espantada, pero si había un día para soltar mi miedo de estar expuesta, fue ese, ese momento en que mis glúteos mirarían hacía las casas del pueblo y mi rostro hacía el mar. Recuerdo que busqué el papel higiénico y mi celular, no precisamente para poner música sino para iluminar el camino a ese retrete imaginario. No sé en qué momento pasó, pero yo ya estaba aliviada y contando un día menos para usar el baño de una forma poco convencional para mí.   Desde entonces espero que se oculte el sol, me hago un masaje circular en el vientre, me siento en el aire y pienso que estoy rodeada de cuatro paredes y que el agua que suena muy cerca no es el mar, sino el lavabo que me espera para limpiar mis manos. Bueno y para depositar mi agüita amarilla, como dice la canción de los Toreros Muertos, solo debo caminar unos metros, esperar que llegué una ola y sumergirme unos centímetros de la cintura para abajo, aunque a veces aprovecho y nado por varios minutos, me bañó en sus aguas saladas o lavo mi ropa.

Mis días son vacíos y prolongados. No tengo nada que hacer, pero puedo hacer cualquier cosa, bueno, no puedo caminar al pueblo, pero puedo meterme en el mar o recorrer los cuatro puntos cardinales de nuestro refugio.  Ante tal quietud escribo un diario de este acontecimiento mundial protagonizado por mi gata mientras actualizo mi página de Instagram y Facebook llamada MochiGata. Así mismo Akira pasea por el lugar y descubre la fauna y de lo que es capaz como gata viajera. Mi compañero de ruta, el otro motoviajero, adecua la choza que es nuestra casa, con un baño, un parqueadero para nuestras motos, hecho con plástico, una cocina y todo lo necesario. El resto del día disfrutamos de las olas, recogemos cuarzos a la orilla de la playa, prendemos una hoguera, conversamos mientras esperamos se cumpla nuestro aislamiento y poder recorrer más de este paraíso que nos ha regalado el viaje y la pandemia.

Hemos encontrado algunos pasatiempos, el primero es observar la marea y adivinar por qué se dan los diferentes cambios. Un día el mar llega casi a 3 metros de nuestro refugio y dura así todo el día. Otras veces las olas se alejan con el sol y cuando eso sucede mi gata Akira sale de la carpa, donde ha dormido más de 8 horas, se para frente al mar y lo observa por varios minutos como tratando de adivinar su tamaño, descubrir la canción que canta y qué la está tocando, pues el viento para ella hace parte del mar que la despeina y cierra sus ojos. Cuando veo esa escena me pregunto ¿qué pensará ella de esta situación?, de estos cambios, de lo que come ahora, de lo que ve.

El otro pasatiempo que tenemos es alimentar a Amarilla y Negra, dos perras callejeras que ante la falta de turistas tienen que pelear con las gaviotas por las bolsas de cabeza de pescados que los pescadores arrojan a la orilla del mar. Amarilla, la más pequeña, pero es la que le arranca de sus picos el botín a las aves y la que hace duelo de miradas con Akira para imponer su territorialidad, siempre gana mi gata, aunque deja que Amarilla duerma todas las noches al lado de nuestra carpa.

Antojos

Ya llevo más de una semana aislada en una choza frente al mar, durmiendo en mi carpa, cocinando en una pequeña estufa de un puesto a gasolina con la que combato la fuerte brisa marina que quiere apagar mi fuego y despertando con el sonido del megáfono del hombre que vende quesos en el pueblo. Quiero comer queso, hoy por vez primera sufro el aislamiento. Muero por bañarme con agua dulce y desenredarme el cabello, por un paseo por esta población, por una sopa de queso como grita el hombre del megáfono, por desayunar unos bizcochos de achira con café y merendar un helado con pizza.

Pero pese a las incomodidades que día a día vivo, una sola idea me da vueltas en la cabeza desde que empezó esta nueva cuarentena para mi: que suerte la mía, que suerte de encierro sin rejas, sin paredes siquiera, que suerte de viento todo el día, que suerte tener esta vista sonora con el mar, suerte de azul, suerte de gaviotas, suerte de techo de paja, suerte de tener esta gente que pasa y mira, y aunque antes me molestaba que me miraran, ahora no, porque es una suerte su generosidad, esa que los hace llevarnos alimentos, panes, arroz con pescado, frutas, café y demás comida que recibimos con agrado, el mismo agrado de saber que ya casi se completan las dos semanas de aislamiento frente al mar.

Y de nuevo me asaltan unas dudas ¿Será que voy a extrañar esto? El sonido del mar que nunca calla, no ducharme durante semanas, hacer mis necesidades en un hueco, esperar que sea la noche para ir al hueco, cambiarme de ropa tapándome con una toalla, levantarme con mosquitos en los ojos, estar sin celular por días porque no tengo energía para cargar su batería; claro que también está el sentir la arena en mis pies todo el día, ver los diferentes colores del mar, sus cambios y oleajes, sentirme como naufraga, pero afortunada de tener un techo donde resguardarme, una estufa donde cocinar mis alimentos, una carpa donde dormir con Akira y una vista envidiable del pacifico ecuatoriano.

Mi cuarentena atrapada con mi gata Akira en una playa 10 16 abril, 2024