El 19 de julio de 1979 la guerrilla sandinista logró, por la vía de las armas y con la ayuda de Jimmy Carter, derrocar la dictadura somocista que gobernó Nicaragua entre 1937 y 1979.
A partir de la fecha, la Revolución Sandinista produjo una guerra en toda Centroamérica gracias al entramado de intereses que afectó directamente las relaciones con Honduras, El Salvador, Guatemala y Costa Rica.
De inmediato, la crisis escaló a nivel hemisférico con la entrada en escena de los EE.UU. (Comisión Kissinger), la creación del Grupo Contadora (México, Venezuela, Colombia y Panamá) y el Grupo de apoyo a Contadora (Argentina, Brasil, Uruguay y Perú), el Plan Arias, los Acuerdos de Esquipulas, entre otros sucesos.
Obviamente, sucedió algo similar a escala global ya que durante la Guerra Fría era inevitable que actores como el Vaticano fueran ajenos a la crisis, explicando así la visita de Juan Pablo II a Nicaragua en 1983 como tampoco resultó atípico el viaje de Daniel Ortega a la Unión Soviética en 1985 y ni qué decir del famoso escándalo Irán-Contras.
En medio de los efectos geopolíticos a todo nivel, la Revolución buscó legitimarse por vía electoral en 1984 llevando a Ortega a la presidencia por primera vez; y después, en 1990 con un resultado adverso que le valió una derrota parcial en la guerra revolucionaria.
Sin embargo, si hay algo que caracteriza a los movimientos revolucionarios, más allá de su altísima ideologización, es su férrea disciplina político-militar. Explicando, en parte, que Ortega regresara al poder en 2006 y se consolidara, a partir de ese momento, la autocracia sandinista.
Este hecho se sumó al proceso revolucionario de la Venezuela chavista que desencadenó un ciclón populista-autoritario en Ecuador, Argentina, Bolivia, y, en menor medida, en Brasil. Todos los anteriores muy sentimentalmente afines a la dictadura castrista.
Como sabemos, en toda esta historia ha estado presente Daniel Ortega quien, por un lado, ratifica la tradición histórica de la política nicaragüense caracterizada por el personalismo, el populismo, la dictadura, la corrupción y la agresión internacional y, por el otro, representa al típico guerrillero que llegado al poder instaura una dictadura agravando así los problemas que supuestamente pretendía resolver a título de la flamante Revolución.
El saldo: el país hundido en una profunda crisis económica que, según sus farisaicos defensores como en el caso cubano, obedece más a las sanciones de Washington que a la gestión de la Revolución.
Sumado a ello, millones de migrantes, centenares de presos políticos, la oposición criminalizada y Ortega “vencedor” en los comicios, para un cuarto mandato consecutivo, frente a cinco desconocidos opositores que aparecieron en el tarjetón, a última hora, tras ser detenidos siete (léase bien: siete) candidatos que le disputaban al dictador la presidencia.
Y por supuesto, el aplauso silencioso de millones de latinoamericanos que con ínfulas revolucionarias solo dejan entrever su escasísima cultura política como su nula vocación democrática mientras el mundo libre aísla a la criminal tiranía de “Daniel Anastasio Somoza Ortega”.