La final de la Copa América prometía ser una fiesta sin precedentes. Nuestra selección llegaba por tercera vez a una final del torneo continental y existían serias posibilidades de convertirnos en campeones de América tras veintitrés años de haber recibido por única vez el anhelado título.
Colombia jugó majestuosamente, la selección deleitó a los hinchas con las asistencias de James, las jugadas de Richard Ríos y Daniel Muñoz, la velocidad de Luis Díaz y en general, la solidez de todo el equipo que le ganó a Paraguay y a Costa Rica empató con Brasil y volvió a ganar con Panamá y Uruguay llegando invicto a la final del torneo.
El rendimiento de la tricolor era un indicio contundente de su posible victoria frente a los campeones del mundo. Sabíamos que Argentina era una selección difícil, que su historia de triunfos es intimidante y que ganarle no sería un asunto sencillo, pero sí del todo posible. Con esa convicción esperamos la transmisión del partido soñando que nuestros jugadores al final del encuentro alzarían la copa. El desenlace lo conocemos todos, aunque Colombia hizo esfuerzos importantes por dominar el juego, mantener la pelota y proteger su arco, en el alargue, Lautaro Martínez marcó el gol que le dio la victoria a los albicelestes.
Lo ocurrido en el último partido del torneo no empaña la extraordinaria campaña de la Selección Colombia, gracias a sus jugadores en este país de llanto y tristezas hubo emoción, alegría y esperanza. Qué sería de una nación sin atletas capaces de sustraer a su gente, aunque sea por efímeros momentos de la odiosa realidad que es nuestro presente. A los subcampeones de América gracias por regalarle a este pueblo lleno de pesares instantes de felicidad genuina.
El exitoso desempeño de la Selección Colombia contrasta profundamente con el abominable comportamiento de muchos de sus hinchas en los diferentes encuentros deportivos que se disputaron en suelo estadounidense.
En el estadio Hard Rock de Miami donde se jugó la final de la Copa, varios de los asistentes también colombianos, fueron víctimas de hurto por parte de sus propios compatriotas, se reportaron serios daños a la infraestructura del lugar, innumerables casos de boletería falsificada, agresiones, estampidas, borrachos y patanería. Es que hasta el propio presidente de la Federación Colombiana de Fútbol fue arrestado por agredir físicamente a las personas que prestaban la seguridad en el estadio.
¿Qué se puede esperar de nosotros? ¿en verdad estamos condenados a vivir y propiciar la violencia a donde quiera que vayamos? ¿no existe en nosotros el más mínimo respeto por el otro? ¿se puede llevar por delante a quien sea necesario sin sentir ninguna consideración? ¿qué le pasa al sistema de valores de la sociedad colombiana? ¿qué nos pasa a los colombianos? ¿qué tenemos que hacer para no repetir una y otra vez la historia? ¿hay esperanza para nosotros?
Son muchas las preguntas como muchas las emociones que se despiertan al conocer este tipo de sucesos: rabia, vergüenza, frustración e impotencia, tristeza y desconsuelo. Los comportamientos agresivos, tramposos y reprochables no solo sucedieron en la sede de la Copa América, acá en nuestro propio suelo también se presentaron. En el país de la belleza se ha normalizado la hostilidad y la violencia, nos hemos creído el cuento de que la viveza, la picardía y el engaño son cualidades dignas de admirar, le tememos al que impone e irrespeta y guardamos silencio cuando presenciamos injusticias.
Lo sucedido el pasado domingo en el estadio Hard Rock de Miami, pone en evidencia una idiosincrasia corrupta que tiene a Colombia sumergida en la pobreza y la violencia porque colarse en una fila o falsificar una boleta tiene una connotación mucho más profunda y dañina de lo que apenas alcanzamos a vislumbrar.
Estamos dispuestos a todo por satisfacer intereses propios sin importar a quién tengamos que pisar, dañar o destruir. Así actúan en territorio nacional quienes se apropian de dineros destinados a cubrir necesidades insatisfechas en materia de educación, salud, infraestructura o cualquier otro campo mientras decenas de colombianos se mueren de inanición, otro tanto no encuentra oportunidades para surgir y muchos siguen creyendo que otra realidad no es posible y que no nos queda más que la resignación.
En Colombia tenemos la tendencia a culpar de todos nuestros males a quienes nos gobiernan o ejercen importantes cargos públicos, ellos son tan solo el diáfano reflejo de todo lo que somos. La verdad es que hasta tanto no exista una introspección profunda sobre nosotros mismos, de cómo actuamos, de cómo pensamos y vivimos, de la importancia de respetar al otro, de lo fundamental que resultan en las sociedades la amabilidad, la solidaridad y la honradez, nos pueden prometer el cielo y la tierra, pero estaremos sentenciados a vivir en un país salvaje que se devora así mismo.
Siguen vigentes hoy las palabras de Jaime Garzón cuando en una conferencia en Cali presentó la traducción que hicieron los indígenas Wayuú del artículo 11 de la Constitución Política: “Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente. Con ese artículo que nos aprendamos salvamos este país”, sentenció Garzón. Treinta y tres años después de la expedición de la Constitución de 1991, muchos colombianos siguen llevándose por encima a sus conciudadanos y haciéndoles mal en su persona.