Han sido muchísimas las historias que han salido a relucir por estos días tras el fallecimiento la semana pasada del pintor y escultor, Fernando Botero, pero todas coinciden en lo mismo: fue el colombiano que, a punta de su vocación artística y capacidad de trabajo, puso de moda a nuestro país en todo el mundo con sus gordos y gordas.
“Botero es el niño de 4 años que pedalea con furia porque su padre ha muerto a los 40 años; Botero es el pintor cuarentón que se vuelca con furia a su estudio y pinta a su hijo muerto a los 4 años. Lo pinta una y otra vez, con dolor y furia, durante dos años. Lo pinta para no olvidarlo, o para poderlo olvidar en el acto de recordarlo, y también para no oír los lamentos y sollozos que llegan desde el cuarto. Estas imágenes remiten a una constante en la vida de Botero: no dejarse derrotar por las adversidades, sacar fuerzas de flaquezas, oponer una voluntad férrea contra todas las traiciones, tragedias y desgracias que pretende doblarlo”, escribió el escritor Héctor Abad Faciolince.
El País de España, por su parte, destacó de Botero que “su biografía de autodidacta lo llevó de la Medellín provinciana y religiosa de los años treinta —la misma que después ocupó una buena parte de su obra— hasta México, Nueva York, París o Mónaco, donde acabó por fijar su casa. Allí siguió pintando hasta sus últimos días. Y siempre a contracorriente de las tendencias abstractas y conceptuales dominantes en el arte contemporáneo”.
Botero construyó con sus figuras voluminosas un edificio grandioso en el arte visible desde cualquier distancia. Sus gordos y gordas representaron un estilo que llamó la atención de personas de todas las edades. Y como afirman muchos Fernando Botero consiguió niveles de reconocimiento solo comparables con los de otro grande de Colombia, el gran Gabriel García Márquez.
Gracias a sus obras, Fernando Botero nunca morirá.