Catalina, La Ñapanga. Por Marco Antonio Valencia

Catalina de Belálcazar era sobrina del conquistador Sebastián de Belálcazar. Una niña bien dotada, tanto de herencia como de belleza, y devota del buen Cristo, al punto que a sus quince años hasta se vistió de ñapanga un martes Santo.  Día en que la vio por primera vez Francisco García, poeta payanés. Fue un ínfimo cruce de miradas, pero suficiente para quedar enganchados de amor. Un amor eterno que los hizo vibrar, vivir, gozar, llorar, sufrir y morir. Corría el año de 1576, cuando a la pobre Catalina la obligaron, por conveniencia social, a casarse con un capitán español de ojos azules llamado Alonso de Paz, venido de Salamanca a la gobernación del Cauca a ocupar el cargo de Encomendero de Caloto. Se casaron en una iglesia de retablos quiteños, toda de blanco ella, con un bouquet de tallos largos en la mano, mientras en su corazón resonaban los sonetos del bardo pobre, mestizo y sin apellido. No había pasado la luna de miel, cuando ya el poeta arremetió de nuevo en sus galanteos literarios dedicados a Catalina. Para hacérselos conocer, compró los servicios de la negra Bárbula, criada de confianza de la familia. Y de verso en verso, de poema en poema, de canción en canción, la voluntad de la mujer se quebró, y la gentil dama se dejó caer en brazos del poeta en su propia cama de matrimonio. Quince años les duró el amorío secreto hasta que don Alonso, avisado y furioso, volvió de improviso a su casa. Y como si fuera el celoso Otelo que Shakespeare describiera años más tarde, mientras le daba espuela a su caballo, por su cabeza corrían chorros de escenas vergonzantes que le nublaban la razón. La negra Bárbula avisó tarde, el marido entró espada en mano y atravesó de lado a lado el corazón del poeta sin miramientos; mientras que de su boca no bajaban los calificativos de perra, zorra, puta y judas para su desleal esposa. La alcanza en la cocina, y allí, hirviendo de celos, le clava quince puñaladas. El proceso judicial contra el Encomendero Lorenzo de Paz  Maldonado, en primera instancia lo condenó a la pérdida de sus bienes y a ser degollado en plaza pública. Pero el infeliz apeló, y sin saber cómo, por esos milagros y entuertos perversos de la justicia ciega, el uxoricidio quedó impugne.  Dos años después, se casó don Lorenzo con otra Catalina, de apellido Zúñiga, hija del conquistador Francisco Mosquera y Figueroa.

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