El pasado 28 de junio del 2012, la Corte Constitucional “destrabo” el porte de la dosis mínima y la puso, así no le guste a mucho moralista puritano, en su sitio: No se puede penalizar a la persona que lleve consigo un gramo de cocaína y 22 de marihuana para su uso personal; sí le pueden decomisar el producto, pero no penarlo por eso. El pasado 28 de junio del 2012, la Corte Constitucional “destrabo” el porte de la dosis mínima y la puso, así no le guste a mucho moralista puritano, en su sitio: No se puede penalizar a la persona que lleve consigo un gramo de cocaína y 22 de marihuana para su uso personal; sí le pueden decomisar el producto, pero no penarlo por eso. Por supuesto que el debate no termina con este fallo, pues los que reclaman el libre desarrollo de la personalidad para drogarse de dosis en dosis, hasta desechar su vida, tienen también que respetar la libertad de quienes tienen otro estilo de vida. Es decir, así tampoco les guste a los que hoy aplauden a su favor el fallo de la Corte, tienen que entender que hay una moral social también amparada por nuestro ordenamiento constitucional, que radica en mantener una conducta ¡individual!, pero también colectiva, que no atente contra la convivencia social general. Palabras más, palabras menos, el que quiera “trabarse” no lo puede hacer en donde le venga en gana pues, así le disguste, su conducta no es sana para la sociedad; no es un buen ejemplo a seguir. Ahora, este debate tiene otro “cachito”. Que el adicto no sea tratado como delincuente sino como enfermo, implica que el Estado debe asistirlo, con dinero, para su posible rehabilitación. Y aquí surge esta pregunta: ¿Por qué el Estado debe invertir en su rehabilitación? Y esta interrogación tendría la respuesta obvia que, frente al Estado Social de Derecho, así sea un drogadicto ¡es un ser humano! y merece esta consideración. Sí, está bien, pero resulta que aquel que se droga y se vuelve adicto reclamó del Estado, por aquello del grito para ser libre en el desarrollo de su personalidad, ¡libertad! para hacerlo con todas sus posibles consecuencias, ya que el mismo Estado le dijo, le advirtió, mediante bastante política de educación y de prevención, sobre los riesgos de consumir estas sustancias; sin embargo, él, ¡el individuo libre!, lo hizo. Entonces, se puede insistir en una pregunta y hacer otra: ¿Por qué el Estado debe invertir dinero en rehabilitar a una persona que libremente decidió seguir ese camino? Y en un país con tanta necesidad social ¿por qué no invertir ese dinero en la pobreza extrema, en hospitales, en educación o en otros problemas apremiantes? Este planteamiento a muchos les parecerá inhumano, pero no lo es en absoluto. Porque una persona en pobreza extrema no decidió estar en esa condición ya que, incluso, las mismas políticas económicas del Estado lo llevaron a esa categoría. Por el contrario, un drogadicto sí decidió estar en esa condición de manera “dosificada”.