Si no se escribe de lo que pasa, se deja que pase. Ante la infamia por denigrar al campesinado de una quimérica ignorancia, se comienza a gestar en las mentes inquietas de algunos huilenses un profundo cuestionamiento al que podríamos calificar de la “cuestión campesina”. Si bien mi cotidianidad, y la de muchos de quienes leen este diario, está circunscrita en el agite citadino, cuyo vaivén del ajetreo laboral se encuentra al amparo de edificios que se levantan en el vacío del cielo y que va al compás del ruido de los automotores, me siento alejado de una relación sin mediaciones de la naturaleza biológica, esa en la que no ha intervenido la mano del hombre aún. El dilema de todo esto, es que mientras el citadino ve al campo como un pretexto vacacional momentáneo, el campesino ve a la ciudad con cierto recelo, pues pasa de una comarca en la que todos son vecinos con todos y que ir al centro es caminar una cuantas cuadras al parque, a un espacio en la que la indiferencia y la inmediatez, propias del ritmo de vida en este entorno, estigmatizan su “estar” en la ciudad, a la que toman como muestra de “desarrollo” y “civilización”. Aunque suene irónico y carente de novedad, el “ser existencial” del campesinado se encuentra fuertemente amenazado. Frente a las formas tradicionales del trabajo de la tierra se encuentra un ideal que se ha gestado en las entrañas del modelo neo-liberal iniciado en nuestro país desde 1999: el desarrollo. Siendo éste en sí mismo un fin, los medios para alcanzarlo no se justifican. Hoy se habla de la bancarización de la propiedad como una forma de introducir al campesinado a la lógica del capital. Mientras el campesino genere gastos, éstos serían garantes de la capacidad de endeudamiento. Así, al no cumplir posiblemente con el cubrimiento de sus deudas, sus tierras pasan a ser “expropiadas”. En otras palabras, en el anhelo por apropiarse de su propia producción, el campesino es expropiado de-lo-suyo. Bajo este sofisma, de la “expropiación por apropiación”, la crisis del campesino comienza a crecer. La lucha campesina es bien concreta: el derecho al territorio. Existencialmente, el campesino es con y en el campo, no por fuera de él. No se puede tomar el desarrollo como pretexto para aniquilar la dignidad del hombre. Sabemos que nuestro país es medido con unidades extrajeras, pero la dignidad es la misma en todos los hombres. Hay que alejarnos de una mentalidad mágica de creer que todo pasado fue mejor; una mentalidad ingenua, en la que carecer de ideas sólidas es el aviso de una muerte irrebatible. Tras dialogar con una campesina y pescadora artesanal que padece en carne propia el flagelo de El Quimbo, llego a la conclusión que eso del “buen vivir” es la clave para entender que la tierra es el reposo físico de su ser. Las plantas de sus pies entrelazan una comunicación tan única con la tierra, que fecundan en el interior lo que llamamos conciencia de territorio. Sólo con ese sentir, entenderemos el por qué luchar por el buen vivir. De lo contrario, nuestra preocupación por el buen vivir se confundirá con el vivir bien.