Por: Mario Andrés Huertas Ramos
La educación es un componente orgánico de toda democracia que veo seriamente amenazada en nuestro país.
No resulta revelador decir que la educación -sobre todo la pública- ha hecho tránsito, desde hace varias décadas, del sectarismo confesional cristiano al confesionalismo de corte marxista.
Negando así el ideal de la educación laica que es, por definición, una educación neutral en donde el maestro debe enseñar y no adoctrinar.
En este sentido, democratizar la escuela no debe suponer otra cosa diferente que establecer la igualdad de oportunidades ante las desiguales capacidades de los estudiantes.
En otras palabras, los estudiantes deben medirse por igual a una estricto modelo pedagógico con el fin de nivelar a quienes lo necesitan y laurear a los que sobresalen.
Lo anterior nada tiene que ver las condiciones económicas del estudiante, pues, el modelo debe estar financiado en su totalidad por recursos públicos y debe ser liderado desde el Ministerio de Educación (Léase mi columna: Nueva política educativa)
Todo esto en razón a la preocupación que hoy me convoca; ya que los recientes acontecimientos evidencian que, en su mayoría, los jóvenes están del lado de las corrientes radicales que muchos profesores fomentan desde las aulas.
Ante lo cual, vale preguntarse por la suerte de los académicos que no están alienados a dichos dogmas y que no se mueven al fragor de las manos ocultas de los promotores de la agitación.
De hecho, pareciera que aquellos que están en desacuerdo con la tendencia política de moda son mirados con desconfianza y, a petición de los estudiantes, sean retirados de sus cargos. Y lo más grave: que se conviertan en blanco de peligrosísimos señalamientos.
Pensado hacia el futuro, vale interrogarse si en un gobierno radical como el que seguramente instaurarán habrá lugar para docentes de corte liberal-conservador. Sospecho que no, dado el tono de la campaña que ya empezaron en las calles y que pregonan por redes sociales.
Si aquellos que creen que la democracia no está en peligro en Colombia, los invito a preguntarse por la suerte de los profesores que, en virtud de la libertad de cátedra y de pensamiento, nunca caerían ante el embrujo del credo revolucionario y sus pontífices. Pensar diferente no puede ser objeto de hostigamiento.
Y mucho menos contra los profesores cuyo trabajo es pensar. A pesar de que muchos se dediquen de oficio a repetir los estribillos que, por ser llamativos, los estudiantes convierten en verdades de a puño y a cambio de esto, conceden una aprobación que nada tiene que ver con el desempeño del docente.
No podemos ceder ante el mito de creer que la condición para ser un buen profesor sea estar sometido a los dictámenes del radicalismo y posar como su vocero. Como tampoco podemos validar la falacia de que todo profesor es un intelectual.
Y mucho menos debemos permitir que los profesores (sobre todo los de colegio) hagan política por el hecho de reconocer la enseñanza como un asunto de Estado.