Mario Andrés Huertas Ramos
A partir de una serie de mini biografías, Paul Johnson escribió en 2007 un libro titulado: Creadores. En esta obra, el autor discurre sobre un común denominador: la creatividad.
Por si acaso, Johnson es el arquetipo del intelectual que ha sufrido el sectarismo del mundo académico por no ser vocero del dogma marxista. Pecado de suyo mortal para alguien que pretenda sobrevivir en medio del canibalismo de los “intelectuales”.
Y entrando en materia, al revisar la definición de intelectual he notado que regularmente es entendido como el pregonero de un repertorio, casi siempre muy reducido, de ideas, autores y temas. Cuando la verdadera acepción del término es que los intelectuales, gracias al elemento creativo, son personas que tienen una extraordinaria capacidad polifacética de construir nuevas realidades.
Digo esto porque vivimos en un mundo plagado de expresiones de uso corriente como: “reinventarse”, “empoderarse”, “narrativas”, “hombre funcional” y otras que la gente suele repetir, repetir y repetir para estar, por supuesto, a la moda. Y no entro a enlistar el sinnúmero de anglicismos que circulan a diario en las conversaciones.
He aquí el tema de fondo. Gran parte de la gente que es arrasada por las tendencias en boga, masifican su comportamiento a tal punto que, en un acto libre, quien decida apartarse del molde es tildado, cuando menos, de reaccionario. Sin valorar siquiera sus actos de originalidad.
Pese a la autenticidad, y de acuerdo con Johnson, se debe asumir que el proceso creativo supone que “todos los individuos creativos construyen sobre los trabajos de sus predecesores” sin que esto cuestione dicha facultad. En efecto, la clave está en conocer el pasado de cara a moldear el futuro.
Por desgracia, el poder de la creación no siempre está acompañado de momentos gloriosos y en muchos casos son las tragedias las que han exigido a las mentes creativas a recurrir a lo que Johnson ha convenido en llamar: “coraje creativo”. Beethoven es uno de los mejores representantes de este coraje, cuando en medio de su sordera logró acuñar su irrefutable aporte al mundo musical.
Indiscutiblemente, esta valentía se agudiza con un método de trabajo y un ambiente propicio que potencie la imaginación. Carlyle y Proust necesitaban de absoluto silencio, Byron era noctámbulo, Mozart componía a velocidades que Wagner no habría logrado en medio de una modesta austeridad. Y, por supuesto, Miguel Ángel no se hubiese consagrado sin las fuerzas históricas de la Florencia de su tiempo.
Es más, el don de crear exige un alto grado de vanidad. Por esto, Papini dijo alguna vez que aquel que no tiene fe en sí mismo no crea. De hecho, los grandes artistas lograron expresar con su arte algo que estaba muy por encima de ellos y de su tiempo.
Así, pues, creo el poder de la creación es una genuina amalgama de rebeldía, trabajo y revelación que se manifiesta únicamente en almas selectas que han nacido con “la enfermedad de la grandeza”, tal como solía decir “Gian Falco”.