Elemental, mi querido Watson

El agente Watson seguramente nunca pensó que el taxi que tomaría en aquella taciturna noche bogotana marcaría para nunca jamás el fin de sus días. Uno simplemente no sale de un restaurante, un bar o su casa, aborda uno de estos vehículos y piensa “Aquí voy a morir”, pero siempre está el riesgo latente de una maniobra sorpresa del conductor, un desvío fuera de la rutina o, como le sucedió a Watson, una emboscada a las pocas cuadras de arranque. Su caso permanecería en el anonimato selectivo de los medios de comunicación de no ser porque corrió con la suerte de no ser de aquí, su extranjería fue al mismo tiempo el mayor atractivo para los criminales y la tabla de salvación que lo blindó de entrar al nefasto club de las impunidades colombianas.

De este infortunado episodio corroboramos que los lugares de esparcimiento, que por excelencia deberían ser santuarios de seguridad por su alta valía para el comercio, son nichos delictivos sobre el cual se ciernen todas las amenazas, una realidad duplicada en cada una de las zonas rosas de cualquier ciudad del país. También nos refrescó la desagradable desazón que a todos nos genera tomar un taxi en la calle, no todo el gremio está infectado, pero sí hay una hampa suelta sin bozal que caza a su próxima víctima entre las multitudes, bien sea a plena luz del día o con la complicidad de la noche. Mientras, las empresas de taxi y los dueños de los cupos se lavan las manos entre culpas mutuas, haciendo que las nuevas tecnologías para solicitar un servicio ganen más terreno.

Pero quizás la mejor lección que nos queda es que tenemos a la mejor policía del mundo, una tan eficiente que puede desmantelar terribles bandas como la de alias “Payaso” con la facilidad que se amarra un zapato. Entonces la pregunta que queda en el aire es: ¿Por qué no lo hacen así siempre? ¿Por qué la eficiencia policial tiene que funcionar a dos velocidades tan disímiles según la nacionalidad del agredido?

Seguramente si el apellido que colgara del cadáver en medicina legal no fuera “Watson” sino “Chingate” la cosa habría sido diferente. Es triste que nuestras autoridades saquen su mejor repertorio cuando hay una orden de extradición y un Presidente furibundo al teléfono que exige resultados para motivarlos, pero que no se vea tal derroche de pericia cuando un ciudadano corriente denuncia en algún CAI de papel de los muchos que abundan por ahí. La sensación de estupor se refuerza cuando al lado de este caso vemos otros que avanzan tan rápido como el crecimiento del césped, tal como el asesinato del grafitero que ya va para otro aniversario y sigue tan impune como el primer día.

La dolorosa deducción que queda tras este análisis, sin requerirse mayores dotes para hallarla, es que la policía perfectamente podría judicializar en tiempo record los azotes vandálicos de todo el país, pero sencillamente no se le viene en gana hacerlo. Elemental, mi querido Watson, que en paz descanse.
 

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