La Nación
Fe manifestada en un rostro que implora 1 25 abril, 2024
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Fe manifestada en un rostro que implora

Padre Elcías Trujillo Núñez

«En aquel tiempo, se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.” Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años, muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás entre la gente, le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús dijo a la mujer: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.” Todavía estaba hablando cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?” Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe …“La niña no está muerta, está dormida.”…La cogió de la mano y le dijo: “Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate).” La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar.» (Marcos 5,21-43).

Hoy encontramos a Jesús realizando signos, sin la pretensión del taumaturgo. Viene a traer la salvación, no a hacer milagros. Evita todo sensacionalismo, se niega a lo espectacular. En este Evangelio sólo dos cosas motivan en Él los milagros:  la fe de quien pide y la miseria del hombre. Un rostro que implora con fe es un espectáculo ante el que Cristo no puede resistirse. Es su punto débil. Se deja escapar expresiones maravilladas: ¡Hija, tu fe te ha salvado! Y no puede evitar realizar el milagro.

La miseria humana lo conmueve. Cuando Jesús se encuentra con la miseria, se siente casi obligado a regalar el milagro. En muchos casos, ni siquiera es necesario que formulen una petición explícita. Basta con tocar su manto, con la presencia del dolor. Las lágrimas de una madre que acompaña al sepulcro a su único hijo. Y Cristo responde inmediatamente, pues no se resiste al sufrimiento del hombre. Hoy muchos seguidores de Jesús, quieren ver milagros a toda costa. Como si su fe estuviera colgada, más que de la palabra de Dios, de los milagros. Su vida se desarrolla bajo el signo de lo extraordinario, de lo excepcional, a veces incluso de lo extravagante. No han comprendido que la fe es lo que provoca el milagro. Y no al revés. Han trastornado el procedimiento de Jesús. En el evangelio aparece con claridad que el Señor resalta la libertad, deja la puerta abierta, pero sin obligar a entrar a nadie, sin golpes espectaculares. Él queda vencido sólo por la fe de los hombres.

Pero existe también una postura contraria, también fuera de tono. Son cristianos que tienen miedo, que casi se avergüenzan del milagro. Pretenden impedirle a Dios que sea Dios. Les gustaría aconsejarle qué no resulta oportuno, qué es mejor, para evitarse complicaciones, dejar en paz el campo de las leyes físicas. Como si Dios estuviese obligado a pedirles consejo antes de manifestar su propia omnipotencia. Se olvidan que los milagros son la expresión de la libertad de Dios. Por encima de estas actitudes frente a los milagros y signos de Dios, está la obligación precisa para todos nosotros: Cristo nos ha dejado la consigna de hacer milagros. Es el “signo” de nuestra fe. Más aún, hemos de “convertimos” en milagros: milagros de coherencia, de fidelidad, de misericordia, de generosidad, de comprensión. Una vez más esta generación perversa pide un signo. Y tiene derecho a esperarlo de nosotros, los que nos llamamos cristianos. ¿Qué signo podemos ofrecerles? ¿Qué milagro podemos presentarles? Nuestro camino pasa por un mundo que tiene hambre, hambre de pan y hambre de amor. Un mundo enfermo de desilusiones. Un mundo ciego por la violencia. Un mundo asolado por el egoísmo. No podemos pasar por ese camino limitándonos a contarles los milagros de Jesús. No podemos contar con sus milagros. Hemos de contar con los nuestros. Lo que buscan los hombres de este mundo, son nuestros milagros de cada día: nuestros milagros de fe, de amor, de transformación, de vida cristiana.