Así como en la Edad Media se recurría a la mutilación de extremidades para purificar almas, o, bajo el régimen nazi, se despojaba a las personas de su humanidad con fines ideológicos, hoy, desde la comodidad humana, se cercenan árboles bajo el estandarte de la limpieza y el orden: motivos ajenos e indiferentes a la naturaleza.
Recuerdo una anécdota que ilustra tal atrevimiento. Viviendo en una casa campestre a las afueras de Neiva, compartía paisaje con un majestuoso Caracolí, un árbol veterano que ofrecía sombra generosa y resguardaba la vida de innumerables especies. Pero mi vecina, armada de quejas y una mirada de triunfo al creer que la naturaleza y yo debíamos doblegarnos ante su voluntad, decidió amputar la mitad de aquel gigante, justificando su acción con argumentos tan insulsos como que sus hojas generaban suciedad y basura.
Aunque logré impedir que afectara las ramas que cruzaban hacia mi propiedad, ella creyó que los árboles eran sus objetos decorativos. No obstante, son guardianes del clima, del suelo y de la vida misma. Este Caracolí, en una lección magistral de resiliencia, respondió con fuerza: brotó con más vigor, desafiando su intento de dominio y haciendo evidente que sería ella quien terminaría esclava de sus hojas y de su indomable voluntad de crecer.
Lamentablemente, este no es un caso aislado. El arbolado urbano es frecuentemente víctima de métodos más sutiles, pero igual de crueles, como el envenenamiento o el estrangulamiento de sus troncos. Estas prácticas, que bien podrían llamarse la ‘inquisición arbórea’, buscan justificar su muerte para luego talarlos. Esto no ocurre únicamente en predios privados, donde la falta de vigilancia y educación ambiental facilitan el crimen, sino también sobre las vías públicas de nuestra ciudad. ¿Dónde está la supervisión institucional? ¿Por qué tanto odio al árbol?
Nuestra sociedad actúa con arrogancia ante la naturaleza, buscando someterla a sus caprichos. Tal vez personas como mi ex vecina deberían optar por vivir en apartamentos decorados con plantas plásticas: no requieren riego, no botan hojas y nunca desafiarán la ilusión de dominio que tanto buscan preservar.