El Decano de Química Ambiental de la U. Santo Tomás de Bucaramanga, Jairo Puentes Brugés, al criticar en El Espectador del pasado miércoles el escrito de Ernesto Samper, en el mismo periódico de domingo anterior con el título “Nadie se ha muerto de una sobredosis de marihuana”, pone en tela de juicio buena parte de las tesis del ex presidente sobre el consumo de este estupefaciente que seguramente figurarán en su libro que sobre este tema será lanzado hoy en Bogotá. Como Samper, son muchos los que desconocen o no quieren entender la gravedad de las conclusiones a que llegaron los estudios científicos que adelantaron durante 25 años el King´s Collage de Londres y la Universidad Duque de Estados Unidos que registró el diario Le Monde de París en agosto del 2012, a lo cual me referí en mi columna del 1 de septiembre del año pasado. Según dichas investigaciones, fumar marihuana en la adolescencia y la juventud provoca un descenso de la capacidad intelectual en la edad adulta que se manifiesta por la disminución de la memoria, de la concentración mental y de la viveza de espíritu. Es decir, hace de las personas unos tontos. Dicen también las conclusiones que siendo esta etapa de la vida un período sensible al desarrollo del cerebro, las consecuencias serán inevitables a lo largo de la vida. Más claridad no puede haber. Sin embargo, que se sepa, estas conclusiones están pasando inadvertidas por quienes se ocupan del tema y por el Congreso de la República. Al menos para que se emprenda en una pedagogía masiva sobre los efectos nocivos de la marihuana que, como es sabido, es la puerta de entrada al consumo de otros estupefacientes, como la cocaína, de mayor impacto en la salud que destruye la vida de las personas y de las familias. La legalización de la dosis mínima de marihuana, que algunos consideran que su porte y consumo es parte de la libertad individual, es abrir una puerta a la degradación del ser humano. Pienso que el Estado existe precisamente para proteger a sus integrantes de los males que los afectan, no para permitirles que se autodestruyan y con ellos la calidad de vida de la sociedad humana.