La niña del Santa Fe (II)

Dando continuidad al relato anterior, quiero recordarles el nombre de quien en las últimas líneas me refería, Laura. Con sus manos empuñadas y brazos cruzados, se recostaba de la que pareciera ser la única pared limpia es este “cagadero” como ella misma se refirió a aquel lugar. Oriunda de las vísceras selváticas del Caquetá, llegó a la metrópoli hacia seis meses en busca de lo que la mayoría hacen cuando arriban a las grandes urbes: la conquista de una quimera; un sueño apartado; una nebulosa muy alta a la que había saludado muy de cerca al pisar el sardinel de la bahía donde llegaban los buses en el terminal del sur, en espera de una tía que nunca llegó, quizá por olvido.
Sola, con el maletín a su espalada que llevaba al colegio repleto de tanta ropa, miraba a lado y lado con una angustia que sólo ella es capaz de contener cuando hace memoria de aquel desolador momento. Mientras me cuenta esta anécdota, sus ojos no pueden contener el llanto, y las lágrimas se logran filtrar por entre sus brillantes ojos, los cuales cierra con fuerza como queriendo no dar crédito con su lamento a este espantoso episodio.

Me pidió un cigarro como condición para continuar. Con la hospitalidad del caso, lo saqué y le prendí fuego. Mientras el humo que emerge de su boca se dilataba en la penumbra de la calle, le solicito que sigamos. Mientras recordaba, yo pensaba que el hacer memoria podría ser una forma de aborto catártico; una experiencia irónica donde los seres humanos re-traemos la muerte para poder vivir, de lo que resulta que el papel de la memoria es liberador. Por eso no podemos liberarnos de nuestra memoria, pero sí de aquello que nos sentencia al olvido. “Laura nunca se negaría a olvidar el olvido de su tía, pues de ser así, estaría rechazando hostilmente su ser actual” – pensé-.

Me comentó finalmente que había recurrido a la policía, pero ellos decidieron que era un caso que debía ser tratado por el Bienestar familiar, a lo cual ella se negó. Solicitó que le permitiera llamar a la tía que debió haber llegado al terminal para recogerla. Después de numerosos pero fallidos intentos, por fin la tía respondió. Le dictó una dirección para que se fuera allá. La dirección era de una amiga de la tía, para se quedara allí mientras llegaba. “Así pasaron unos quince días”, – comenta -. “Después la señora me dijo que necesitaría recursos para el sostenimiento porque era una boca más que alimentar”. A Laura le consiguieron trabajo de cajera en un supermercado. Pero, una mala pasada del despertador la hizo llegar tarde y como, estaba en prueba, la despidieron. La indicación era que sin plata no podía llegar a la casa. Laura no quiso hablar de la manera como llegó a la calle. Hoy vive con una amiga en una humilde habitación. Mientras terminábamos de hablar pasaba Gladis, un travesti entrado en años, de cabello rubio, quien atrapado por la “traba” gritaba vainas, hasta que le escuché esto: “los que no se dan cuenta, es como si no vieran”. Continuará…

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