La Nación
EDITORIAL

Lara, 30 años

Para las nuevas generaciones, el nombre de Rodrigo Lara Bonilla apenas aparece tangencialmente vinculado a los de sus hijos metidos en la política de la que el entonces Ministro de Justicia, asesinado por la voluntad de una poderosa alianza de mafiosos del narcotráfico con oscuros dirigentes de esa misma política partidista. Tres décadas después del magnicidio de Lara Bonilla, la primera víctima de alto nivel de muchas que dejó la sangría nacional por obra de las mafias de la cocaína, mucha agua ha corrido bajo los puentes de la historia nacional pero no tanta como para lavar las culpas de quienes apoyaron, coadyuvaron o se hicieron cómplices de sus asesinos, ni tampoco para diluir definitivamente esas macabras alianzas de líderes políticos con criminales de toda laya.

Hace hoy 30 años, el 30 de abril de 1984, que un par de sicarios en moto – pagados por los dineros sucios del narcotráfico – acribillaron en su carro en la calle 127 de Bogotá al ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla, cobrándole su honradez, valentía y recia personalidad. Eran épocas en las que la sociedad colombiana estaba permeada casi hasta los tuétanos por la plata fácil de la cocaína, que corría a raudales por la economía, la política, el periodismo, la Justicia, el deporte y casi todos los sectores nacionales; una sociedad que, o bien se dejaba embriagar directamente por los efluvios de esos dineros o los aceptaba tácitamente o miraba para otro lado. Y Lara Bonilla transgredió ese statu quo, denunció la presencia incontenible de lo que él llamó “dineros calientes”, adoptó medidas legales contra eso, desató – como le tocaba en su calidad de Ministro de Justicia – una vertical persecución contra los grandes laboratorios de las drogas ilegales, planteó alianzas binacionales con Estados Unidos para revivir la extradición de los mafiosos (el más temido instrumento) y le gritó al país que había que detener ese carnaval del crimen. La respuesta que recibió fue el del rugir de una subametralladora.

Y después de Lara Bonilla, el más valiente de los opitas, cayeron abatidos vilmente el juez Manuel Castro Gil, precisamente por investigar a los criminales que pagaron el asesinato del Ministro; el coronel Jaime Ramírez, socio institucional de Lara en la lucha contra los mafiosos, Cepeda, Galán, Jaramillo, Pizarro; periodistas, otros jueces, magistrados y todo aquel que cometiera el mismo “delito” del líder huilense: oponerse a que el país terminara convertido en una “narco-cracia”, como estuvo a punto de serlo.

Hoy hace 30 años, en una fría noche bogotana, la mafia le declaró la guerra al país, al Estado, matando a un hombre íntegro, a un funcionario valiente y decente, a un huilense de todos los quilates. Hoy, 30 años después, ese crimen sigue sin resolverse a plenitud; nunca fue enjuiciado alguien distinto de los míseros sicarios, unos porque ya murieron y otros porque los sigue cobijando el manto putrefacto de la impunidad.

“Hoy, 30 años después, ese crimen sigue sin resolverse a plenitud”.

Editorialito

Aunque pueda sonar alarmista, la emergencia sanitaria declarada por el ICA por el brote de Diarrea Epidémica Porcina no es un juego. Las medidas ordenadas, aunque preventivas y transitorias, están orientadas a preservar el estatus sanitario del país, una garantía internacional de sanidad. El ICA alegremente no puede caprichosamente levantar las vedas o suspenderlas en una de las zonas donde se concentran los principales focos de la epidemia.