Las campanas de Quintín

Mosoco, poblado indígena bastante alto que, por su misma elevación, ofrece una vista espectacular al Nevado del Huila y al valle del río Páez. HABLEMOS DE… Mosoco,  poblado indígena bastante alto que, por su misma elevación, ofrece una vista espectacular al Nevado del Huila y al valle del río Páez. Jairo Beltrán Tovar ESPECIAL LA NACION. En junio de 1990, como era mi costumbre hacerlo cada año, viajé a la zona de Tierradentro, teniendo como base el poblado de Toez, Irlanda y Wila, donde residía un pariente con su familia desde años atrás. Mi objetivo era pasar las vacaciones académicas compartiendo con ellos y participando de algunas actividades con los indígenas, tales como: matrimonios, bautizos, funerales y días de mercado, para con esas experiencias recolectar material para la prensa y  componer algunas canciones, obras  que presentaba luego en los concursos de composición. De ahí que además de mi esposa e hijos, arrastraba con la guitarra, papel pentagrama y una pequeña grabadora. Aquella vez le pregunté a mi pariente y guía, a dónde conducía  la carretera que teníamos frente a la casa, a lo cual me respondió: a Mosoco,  poblado indígena bastante alto que, por su misma elevación, ofrece una vista espectacular al Nevado del Huila y al valle del río Páez. Por allá nació “Señora Libertad y Sebastián Gualtengo”, dos de mis canciones. Como el día siguiente era domingo, y de mercado en ése lugar, luego de darme algunas referencias acordamos viajar bien temprano, a eso de las siete de la mañana, para llegar a las ocho, cuando el sol brilla con su máximo esplendor sobre los lomos del gigante blanco. No quería que me perdiera de tan bello espectáculo de la naturaleza. En ese entonces escribía para el Diario de Huila, una columna dominical que se llamaba “Desde mi Escritorio”. Fue entonces cuando escribí dos artículos que intitulé “Tierradentro visto por dentro”, documentos que si no estoy mal reposan en la urna del tiempo que se encuentra en la Plazoleta de la Gobernación. A las ocho de la mañana llegamos al lugar, y cual mi sorpresa al encontrarme con un señor, tipo europeo, hablando lengua Páez y comprándole fríjol “sangre toro” a los indígenas. Le pregunté a mi guía quien era ese señor, a lo cual me respondió que se trataba de  don Genaro Bolaños, indígena y  representante  nacional e internacional de la comunidad. Me interesó conversar con él y luego de presentarnos nos invitó a su casa charlar y a tomar un desayuno, advirtiéndome antes que allá solamente él hablaba español, debido a que sus dos hijas estaban pagando un castigo por haber negado su raza en la normal de Belalcázar, donde estudiaban, y que debido a ello habían fundado una escuela teniendo como idioma su propia lengua. En torno al desayuno, que él mismo nos preparó, hablamos sobre muchas cosas, pero especialmente sobre la vida del nativo en esa zona de Tierradentro. Luego del desayuno saqué la guitarra y me puse a cantarle una canción que estaba componiendo con temática social centrada en la vida del indígena en cualquier lugar de América Latina, y que a la letra dice: “Soy Sebastián Gualtengo, de allicito´e la cañada/ vengo a contarles mis penas, aunque les importe nada/ Yo soy Sebastián Gualtengo, tierra y sangre americana./ Soy Sebastián Gualtengo,/ que está perdiendo su tierra, su religión y su credo,/ que está perdiendo su lengua, por hablar en extranjero/ Soy Sebastián Gualtengo, y he venido pa’que hablemos…/ (Cuando terminé de entonar el siguiente verso..) ¡Dónde están los que hacen leyes/ los señores y los amos/ Dónde están los gobernantes del gran pueblo americano! (Se levantó con rabia y me gritó en lengua lo siguiente:) “Naa alku inme unsa, chaaski usquiináa, aj’ta uyuusmé”. Como es natural mi sorpresa fue abismal, pues pensé que me iba a pegar. Le pregunté en qué lo había ofendido, y que me había dicho. En nada me ha ofendido, señor Beltrán, es que sentí la canción en carne propia. Lo que usted dice en su canto es lo que sufre nuestro pueblo colombiano y latinoamericano. Y lo que  dije en lengua, fue: “Dónde están esos perros comemierda que no los vemos”,  y al tenor agregó: “por favor, maestro, incluya ese parlamento dentro de la canción”. En efecto así fue cantada en el concurso nacional de composición por el tenor lírico Julio César Alzate. Un año después, María Isabel Cuenca-Chavela- ganó con esa canción el “Colono de Oro” en Florencia. El botín y la historia Seguimos charlando, entados sobre un trozo de madera, mirando hacia el mercado. Le pregunté, que sabía sobre los ornamentos sagrados de Platavieja, a lo cual me respondió: “Eso pasó cuando la comunidad indígena de ésa zona, se tomó la población quemando  la iglesia y matando a cuanto feligrés se encontraba en ella. Estaban misa. Quemaron el pueblo, mataron al cura y saquearon ornamentos, cuatro campanas de bronce, marcadas con las letras –C-E-G y C-, siendo la más grande la primera de unas ocho o diez arrobas. No sé qué significan esas letras, me dijo, a lo cual respondí: corresponden al acorde de do mayor. Don Genaro continuó describiéndome los artículos en oro y plata: copones, cálices, custodia, vinajeras y palio. Los ornamentos como casullas y capas son de origen español bordados igualmente con hilos de esos metales, son muy finos.” “El botín lo llevaron hasta un hueco que había en una  esquina de la placita, hueco que conduce a las zonas de Guanacas, Calderas, y cerro de Tumbichucue, tierra de Quintín Lame, a seis horas a lomo de mula desde San Andrés de Picimbalá. En un principio y hasta hace  unos pocos años, la zona se convirtió en territorio de huaqueros debido a que las campanas, por épocas de semana santa, especialmente el  Jueves y Viernes Santos, empezaban a sonar, dejándose escuchar por todas estas montañas; eso se convirtió en un problema para la comunidad. Como estaban colgadas sobre el techo de la roca, se nombró una comisión para que fuera al lugar, las bajaran y las dejaran sobre el piso para que dejaran de sonar. Fue la única manera de sacarlos huaqueros de por aquí”, concluyó Para rematar la verdad o la mentira, don Genaro de dijo: “cuando usted quiera, maestro, lo llevo con mucho gusto a que mire ese tesoro. Si desea lo invito a que entre en la cueva, o de lo contrario me espera afuera, yo le saco las cosas unos metros desde donde los pueda mirar. Lo que si le advierto es que si algún día usted quiere volver a ese lugar, se perderá en la manigua sin que pueda encontrar el sitio y menos regresar a la ciudad. Además me comentó que esas joyas estaban ocultas, no como huacas, sino como un tesoro que pudieran utilizar en caso de guerra u otro conflicto en el que  estuviera en peligro la comunidad Páez y Guambiana”.  Las cosas quedaron así, llegó la avalancha, acabó con el poblado, y don Genaro murió en San Andrés.

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