La Nación
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Metáfora sobre metáfora. Por Jorge Guebely

El comentario De Elías Un día como hoy, hace 34 años, vi por primera y última vez a Julio Cortázar. Entró de pronto al Metro donde yo viajaba hacia La Sorbona. Entró con ese cuerpo alto, ondeando su rojizo gabán. Emocionado con la repentina aparición, grité: ‘¡Don Julio!’ Todavía eran mis días de embriaguez con la portentosa ‘Rayuela’. Me parecía irreal el rostro real de un hombre sólo visto en fotografía. ‘¿Me conoces?’-dijo con voz segura y afrancesada. ‘Por supuesto, he leído sus novelas’. ‘Siempre sucede lo mismo –respondió-, alguien me saluda como si fuésemos viejos amigos’. ‘¿Le molesta?’ ‘No, por el contrario, es una ventaja, se aprende la amistad en cualquier circunstancia’. Y mientras el Metro avanzaba a su destino planificado, me contó: ‘Qué extraño, imposible no ver en el Metro una turbadora metáfora. Alarma este sistema de rutas subterráneas, de túneles entrecruzados que buscan superficies y profundidades. Ríos de personas desplazándose por cauces de paredes manchadas con señuelos publicitarios. Cada cual detrás de la cita marcada por el reloj. Mucho de ellos inocentes de su destino artificial. Así es la existencia. ‘Sin embargo, el azar persiste invulnerable en cada jornada. Algunos leen un libro, quizás de Borges, para liberarse de este entramado ruinoso. Tal vez un empleado descubra la mujer amada después de una jornada frenética de oficina. O simplemente tú y yo, pasajeros fugaces, unidos por la casualidad. Casualidad que no existe porque es la voz silenciosa de un dios que nos habla desde la sombra. El que me conmina a departir contigo esta metáfora de ruido y gente, a ver lo invisible a través de lo visible. Y pronto te bajarás en tu estación señalada como yo en la mía, cada uno seguirá su camino, continuaremos construyendo el tejido secreto de la vida. Yo descendí en su estación para continuar unos minutos más a su lado. Recordé un personaje de su cuento ‘Un lugar llamado Kindberg’. Afuera, Paris brillaba en el espeso gris de invierno. Sus nubes podían tocarse con los dedos de las manos, sus árboles permanecían aún en la calvicie, forrados en hielo. Nos despedimos. Hoy no recuerdo el color de mi emoción al cruzarlo en mi camino. Tampoco el gris de la despedida. Ni siquiera la exactitud del anterior diálogo. Sólo persiste la inquietante metáfora del Metro parisino. También otra metáfora sobre esa metáfora: nacer y morir –principio y fin del viaje- nada son comparados con el vivir. Especialmente si vislumbras, con el otro pasajero, lo invisible a través de lo visible. lunpapel@gmail.com