A través de una de las ventanas alcanza a asomarse mi Bachué. A la izquierda y enmarcado por otra ventana se ve el cerro El Chocolatero. Se ha venido creando un vínculo muy fuerte entre los dos desde que traje por primera vez el calco en bronce de la escultura que Rómulo Rozo esculpió en granito checo, una obra que representaba el mito del nacimiento del hombre porque antes de la diosa Bachué, la tierra no estaba poblada. Si no fuera porque surgieron de una laguna ella, la diosa, y un niño con quien, al crecer, procrearon la raza de los hombres, no estaría escribiendo sobre ella ni ustedes leyéndolo.
La llamo mi Bachué porque, gracias a una invitación que recibí de mi departamento, Huila, para participar en un Salón Nacional, cuya sede era Barranquilla y otras ciudades del Caribe, y luego de una conversación con el actor Rodrigo Obregón tuve la buena o mala idea, el tiempo lo dirá, de hacer un calco de la escultura a la que ya le había dedicado grandes esfuerzos para exponerla en MUNDO y tratar de que se quedara en una colección pública, lo que no fue posible. Desde ahí mi relación con la obra ha pasado por diferentes etapas.
Cuando llegué de mi estadía en Marruecos tuve la gran noticia que había podido ser traída de Londres después de muchos meses que pasó encerrada en una bodega habiendo sido previamente expuesta en la Galería Saatchi en el marco de una feria de arte. Ahora está instalada en una de las terrazas que dan hacía el occidente de mi casa taller de La Calera donde juega con el paisaje, con el cerro que me recuerda al de Pacandé, y con un cielo siempre cambiante que se hace esplendido en los atardeceres y misterioso cuando de él bajan las nubes y cubren todo dejando una blancura que apenas deja aparecer, fantasmagóricamente, a los árboles y a la misma Bachué.
Aparte de sus orígenes masónicos ella encierra misterios que están por revelarse y no sé si ahora, en manos de un museo argentino, la Bachué original, la de piedra, la de Rozo, despertará en sus cuidadores el mismo interés absorbente que ha movido mi curiosidad y alimentado mi imaginación de una manera desbordada. Darío Ortiz, el pintor, quiere llevar la Bachué, la mía, la de bronce, el calco, al museo del Tolima lo que haría posible que mis paisanos puedan visitarla y conocer algo de una larga historia que cada vez se enriquece más cuando a ella le da por revelar una pizca de lo que oculta para que aquellos que se tomen el riesgo levanten un poco más el velo con el que ella se oculta.