Por: Maritza Rocío López Vargas
Colombia está atravesando por una fuerte crisis social y económica, que se ha profundizado mucho más, con la ola de protestas generadas por un grupo minoritario de personas interesadas en crear caos, que, con comportamientos irascibles, delincuenciales y vandálicos, destruyen bienes de las personas y del Estado. Causando daños materiales, pérdidas económicas, perjuicios al transporte público, saqueos a instalaciones bancarias y supermercados, daños a cámaras de seguridad, paradas de buses y tristemente, vidas humanas. Aprovechándose de la dificultad para judicializarlos en medio del desorden, llevando a los ciudadanos a estados de miedo, angustia y zozobra, aprovechándose del genuino sentimiento y objetivo de la protesta pacífica expresada por ciudadanos y jóvenes que respetan la ley, las instituciones civiles, militares y de policía.
Jóvenes y ciudadanos, que han demostrado empatía hacia el sentir del pueblo y consideración a la inequidad existentes en el país, validando su derecho constitucional a la protesta a través de expresiones culturales y artísticas como la danza, la música, comparsas y performances; convirtiendo las calles, andenes y principales vías de las ciudades en espacios para la democracia, la unión, la materialización de acciones colectivas y propositivas. Personas que marchan por lo que creen, por la paz, por la justicia, con respeto a las necesidades que atraviesan miles de colombianos, que comprenden que, a través del odio, las contiendas o la violencia, no se consigue todo lo que merecemos y a lo cual tenemos derecho.
El panorama es tenso y preocupantemente creciente, las imágenes que dejan los violentos enfrentamientos entre manifestantes y policías resultan perturbadoras, infundadas en narrativas destructivas que naturalizan la violencia, incitan al odio, la agresividad y destrucción; so riesgo que se anide en las vidas de las personas (la casa, escuela, barrio, ciudad y país), manifestada en golpes, insultos, abusos, intimidación y la convicción que pelear, es la única forma para exigir o hacer valor los derechos constitucionales.
Por las razones que sea o parezcan estar justificadas estas conductas, jamás deben ser aplaudidas, toleradas, promocionadas y mucho menos calladas; toda vez que por ellas nadie está ganando, muy por el contrario, están perdiendo las familias, los niños, los comerciantes, los trabajadores y el país ante la comunidad internacional, sacando a flote lo peor de la condición humana.
Debemos pensar como país y construir la sociedad que soñamos, dejar de pensar en un Yo aislado, detener la ola de violencia y vandalismo, para que el amor que nos moviliza por Colombia nos llene de esperanza y optimismo en medio de las dificultades, para que, cuando pretendamos remediar las consecuencias de la crisis social y económica que atravesamos, no sea demasiado tarde para recuperarnos como familia, sociedad y estado. Es momento de reconstruir el tejido social, establecer responsabilidades frente a los daños causados y judicializar a los responsables.
Los hechos ocurridos nos demuestran la necesidad, de aunar esfuerzos por el respeto a la vida y dignidad humana, de educar para el fortalecimiento de habilidades en la toma de decisiones y resolución de conflictos, de generar una cultura de no violencia (venga de quien venga) y no permitir que una minoría continúen destruyendo nuestro patrimonio, bienestar, tranquilidad, ni salud mental.