“Que baje de la cruz” 

Hoy al presentar a Dios las ofrendas de pan y vino en la celebración Eucarística, le invito a poner sobre la patena también su propio sufrimiento, su cruz personal, para que Dios los acepte, junto con el sufrimiento y la cruz de su Hijo Jesucristo.

 

Padre Elcías Trujillo Núñez

 

 «Gritaban: ¡a otros salvó y a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías! ¡El rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos!  Hasta los que habían sido crucificados junto con él lo injuriaban. Al llegar el mediodía, toda la región quedó sumida en tinieblas hasta las tres.  Y a eso de las tres gritó Jesús con fuerte voz: –Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní? Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Algunos de los presentes decían al oírle: –Mira, llama a Elías.  Uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola en una caña, le ofrecía de beber, diciendo:  –Vamos a ver si viene Elías a descolgarlo.  Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró. La cortina del templo se rasgó en dos de arriba abajo.  Y el centurión que estaba frente a Jesús, al ver que había expirado de aquella manera, dijo: –Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.» (Marcos 14,1-15,47) 

 

Al iniciar esta Semana santa, en tiempo de pandemia, me pregunto: ¿cómo podemos acompañar a Jesús en su pasión y muerte? Podemos hacerlo, si aceptamos valientemente nuestra propia cruz, nuestros dolores y sufrimientos personales, en todas sus formas y apariencias. Y si no sólo aceptamos todas las adversidades de nuestra vida, sino también se las ofrecemos alegremente al Señor. Es que Pascua se hace posible sólo por medio de la pasión.

Llegamos a la resurrección sólo por medio de la cruz, como Jesús y con Él. Aceptar y ofrecer nuestra cruz debe ser nuestro pequeño aporte personal a la redención del mundo, la que realizó Jesús por su pasión y muerte.

Hoy al presentar a Dios las ofrendas de pan y vino en la celebración Eucarística, le invito a poner sobre la patena también su propio sufrimiento, su cruz personal, para que Dios los acepte, junto con el sufrimiento y la cruz de su Hijo Jesucristo. Es hacer vida aquella aclamación que, después de la consagración de la misa, todos juntos decimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, esperamos tu venida gloriosa”. ¿Qué significa eso?

 

No es sólo el recuerdo y la participación interior en su muerte. Es también comprometernos a anunciar su muerte en nuestra vida diaria. Es esforzarnos diariamente por morir al pecado y al egoísmo. ¿Qué es lo que debe morir en mí? ¿Qué cosas me hacen tan difícil la entrega de mi corazón, la entrega de mi voluntad? En la misa subo con Cristo a la cruz y me dejo clavar en ella. Pero entonces debo quedarme clavado en la cruz, durante el día y la semana, hasta la próxima misa. Debo anunciar la muerte del Señor durante el día. Debo demostrar durante el día que he entregado totalmente mi voluntad a la voluntad del Padre.

Debo demostrarlo a través de los pequeños sacrificios y renuncias diarias que Dios y los demás me piden. Si no estoy dispuesto a ello, bajo de la cruz, le dejo a Cristo solo con su cruz, renuncio a anunciar la muerte del Señor. Y el sentido de todo nuestro esfuerzo, de nuestra lucha diaria es siempre el mismo: Como en la consagración de la misa pan y vino se convierten en cuerpo y sangre del Señor, así también nosotros vamos transformándonos en Cristo.

El misterio de la cruz en nuestra vida es el misterio de una santa transformación, una cristificación y divinización. Y en la medida en que vamos asemejándonos a Cristo, vemos con otros ojos todas las dificultades diarias, todas las molestias y preocupaciones, todas las pequeñas batallas diarias. En lo más profundo del alma, esto deja de hacernos desdichados.

El corazón está en Dios, aunque los ojos estén llenos de lágrimas. Llamados a permanecer en paz, sereno, feliz. ¡Cómo anhelamos esta transformación! Con el tiempo será una realidad: El alma será divinizada. Ya no viviremos nosotros, sino Cristo vivirá en nosotros. Entonces, en unión con el sacrificio de Él, también nuestros dones van a ser transformados y van a dar frutos infinitamente fecundos. Así nuestra entrada a la Jerusalén celestial, el final de nuestra vida, va a ser tan jubilosa y feliz como la entrada del Señor que recordamos en el día de hoy.

Nota: participemos a través d ellos medios de comunicación en todas las celebraciones de estos días.  

 

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