Me toca exprimir viejos recuerdos casi olvidados –como este– de una niñez hace largo tiempo ida, para tratar de reconstruir el paisaje cafetero del País Paisa que yo conocí.
El País Paisa –Antioquia y el Gran Caldas (Caldas, Quindío y Risaralda)– tiene todos los climas y paisajes, desde los cañones abrasadores de las riveras del Cauca, pasando por las colinas templadas sembradas de café, hasta los empinados páramos que alguna vez estuvieron cubiertos de blanco y hoy asoman avergonzados su cabeza pelada de arena gris.
El paisaje cafetero fue obra del hombre. La naturaleza aportaba solamente la geografía y el hombre cubría el terreno ondulado con arbustos de pepas rojas, hojas verdes y flores blancas, formados en filas y columnas, debajo de un bosque que suministraba la sombra que los cafetos necesitaban. Era un bosque principalmente de guamos acompañados de guayabos, naranjos, yarumos y tal cual acacia.
Entrabamos por una guamoleda (alameda con guamos en vez de álamos) y nos sentábamos en el suelo a comer esos frutos verdes y largos que al retorcerlos se abrían mostrando una sonrisa blanca de grandes dientes de peluche dulce. El piso estaba cubierto por una alfombra de hojarasca, con un dibujo de luces y sombras que se movían al vaivén del viento. Las pepas, únicas sobrevivientes de la guama, las abríamos y las poníamos: una en la nariz, dos en las orejas, y diez en los dedos de las manos.
El paisaje cafetero no era para mirarlo. Era para vivirlo con su olor a tierra removida y fruta madura, sus distintos verdes salpicados de punticos aleatorios: carmín pechirrojo, azul azulejo, rojo toche amarillo canario; su contraste de luces y sombras que cambiaban continuamente; la caricia sobre la piel del sol de clima templado filtrado por los árboles; el trino de los pájaros y el canto de las cigarras cansadas del silencio de un año de entierro.
El camino era en gravilla que crujía al ritmo de nuestros pequeños pasos.
Al final del camino estaba la casa –de uno o dos pisos– que pertenecía al paisaje, como si siempre hubiera estado allí.
Un amplio corredor con una chambrana de madera de macana rodeaba la casa, pero no era simplemente un espacio de circulación; era un sitio para permanecer con sillas mecedoras y perezosas –como sus cansados propietarios–, cubierto por un ancho alero de su techo en teja de barro, sostenido por una estructura de pilares y vigas de madera. A menudo las paredes contra el corredor estaban protegidas de los golpes de las mecedoras por un zócalo de madera.
La próxima semana vuelvo con mi relato de una de mis primeras experiencias de campo.