La Nación
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Gardel, por Borges

No le dedicó un soneto, un anoréxico haikú, una oda, una milonga.  Es más, para Borges, Gardel era francés. Cuando le cambió la nacionalidad en una entrevista para  la emisora HJCK  en 1963, Don Jorge Luis se quedó impávido como un queso pornográfico. Asumió ese lapsus como un poema más.
 
El pasaporte chamuscado de Gardel encontrado entre los restos del avión accidentado en Medellín el 24 de junio de 1935, hace 80 años, ratificaba su condición de uruguayo. Francia jamás movió un dedo para adueñarse del cantor. No rimaría con su “grandeur” andar por ahí robando voces como “el ladrón que se robó las llaves de la noche”. El propio Gardel, en diversas declaraciones, ratificó su destino de uruguayyyyo.
 
En Montevideo sólo encontré una escueta alusión al Zorzal, como le decimos sus fans, en una tienda de artesanías baratas.  Es como si le hubieran “donado en usufructo” a la humanidad a su vástago más famoso.
 
No haríamos lo mismo los colombianos con García Márquez. Es nuestro y punto. Lo prestamos  pero no más. Hasta admitimos libros como un delicioso que leí hace poco: ”Gabo nació en Caracas no en Aracataca”, del venezolano Juan Carlos Zapata.
 
Borges tuvo oportunidad de ver cantar a su vecino una noche. En el cinematógrafo presentaban una película muda que le causó “una impresión épica”. Luego cantaría Gardel, pero para que no se le borrara la ”impresión épica” abandonó la sala. Gardel quedó para después, o sea para nunca.

A espaldas de Borges, muchas de sus letras reencarnaron en milongas, o en “esa ráfaga, el tango”, como lo  bautizó. Le gustaban las voces de Jorge Vidal y de Edmundo Ribero.
 
En la intimidad, como quien comete un pecadillo insólito, se daba licencias tangueras. Contaba un sobrino suyo que una vez lo sorprendió cantando “Polvorín”: “Te gustaba la voz de Gardel. Lo que te disgustaba de él era su endiosamiento póstumo, su aspecto físico y la tontería de muchas de sus canciones”.
 
En otra ocasión vez escuchaba tangos en compañía de su complejo de Edipo,  Doña Leonor Acevedo, su madre.
 
“Mi amigo paraguayo puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, y, de pronto, con mi madre, nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba”, agregó el memorioso de Buenos Aires.
 
En la entrevista para la HJCK, Borges admitió que “el mayor descubrimiento de Carlos Gardel, además del encanto peculiar que hay en su voz, fue el de dramatizar el tango, es decir, él fue un innovador”.

Para darle de comer a la nostalgia, en “mi” Buenos Aires, queridos lectores que no han desertado,  me regalé la tumba de Gardel, en el cementerio de La Chacarita.  Un escuálido gato salido de un poema de Borges montaba la guardia. Era de esos felinos que “viven en la eternidad del instante”. Alcancé a lamentar que hubiera más público en el mausoleo de Evita Perón, pero no todo es felicidad en la vida.

En el frío silencio vespertino tuvimos a Gardel para nosotros solitos. Le susurramos al oído que veníamos de Medellín. Nos sonrió en coqueta y argentina reciprocidad. Y le cantamos algo de su reportorio. De pronto “Tomo y obligo”, el último tango que cantó en Bogotá antes de viajar a Medellín.
 
A las cinco de la tarde cuando los muertos de La Chacarita se retiran a dormir dentro de su propia muerte y cierran el local, le expresamos nuestra perplejidad y le encimamos un adiós.