La Nación
COLUMNISTAS

Los nómadas del semáforo

Le ponen vida, encanto, sabor, arte, magia, suspenso a la calle. Mientras el semáforo trata de aconductar el despelote vehicular, los artistas del semáforo realizan su trabajo.

Con sus cabriolas alegran – y mejoran- la calidad de vida de la estresada feligresía, del peor genio a causa de los tacos o trancones, reencarnación de las siete plagas de Egipto.

La vida laboral de esta población móvil se mide en segundos: los que tarda el semáforo en “travestirse” de un color al otro.

Los reyes del rebusque no van por la fama sino por la lana. No buscan la inmortalidad, prefieren aprovechar la eternidad de segundos que hay entre el verde y el rojo para impresionar al respetable y facturar. (El amarillo, color “por el cual se podría cometer un asesinato”, dejó de existir en muchos semáforos para despiste y desventaja de los andariegos).

Los artistas a puro pulso convierten el semáforo en una réplica proletaria del circo del sol…del sol que alumbra para todos.

La seguridad social los ignora. Los arropa el Sisbén, yéndoles muy bien. No cotizan para pensión. Se enferman de lo que pueden, no de lo que quieren.

A muchos virtuosos se les va la mano en arte y apenas dejan tiempo para pasar el sombrero. La volátil clientela aprovecha para ponerles conejo a los damnificados por la informalidad.

Se juegan el pellejo en cada actuación. No hay tiempo que perder para convencer al caminante de que debe redistribuir el ingreso con quienes engordan las frías estadísticas del desempleo.

El espectador del semáforo es retrechero, displicente, desconfiado, avaro. A pesar de todo, los artistas tienen claro que si no exhiben sus destrezas, tampoco habrá pan en su mesa; la cuenta del agua no se paga parándose en las pestañas.

Lo ideal sería que la moneda que sudan viniera acompañada de salarios en especie como el aplauso y la sonrisa. No solo del “poderoso señor Don Dinero” vive el artista callejero.

Muchos habituales del semáforo, magos de la mercadotecnia, se la juegan por la atención personalizada. Por eso ejecutan sus precarias destrezas ante los pasajeros de un solo vehículo.

A veces la oferta es variopinta: el viajero no sabe en quién concentrarse. Si se organizaran, sería mejor para el ninguneado colectivo que tiene una dura competencia: vendedores de baratijas, confites, ilusiones, arco iris, y quienes limpian a la brava los vidrios de los carros.

Conductores hay que se hacen los desentendidos. O atisban con el rabillo del ojo. No “viendo” se sienten exonerados de la reciprocidad económica.

Los hay que suben raudos el vidrio del vehículo para crear un infame muro de Berlín entre ellos, mimados por la fortuna, y los informales que llevan del bulto.

Agradecimientos y felicitaciones para los nómadas del semáforo. Prometo no hacerme más el loco, disfrutar del espectáculo y pagar la entrada.