El Centro Nacional de Memoria Histórica de la Universidad Nacional de Colombia de nuevo nos coloca frente a los tortuosos e inimaginables episodios de nuestra esencia profunda e inadmisible, la de ser una sociedad violenta. Es nuestra característica mayor (inaceptable por su puesto) pero si explicable y atormentada.
Los genocidios, las masacres, los atentados recurrentes de la sociedad contra los ecosistemas naturales, la delincuencia y toda suerte de intolerancia individual y familiar, con enfoque de género, raza y exclusión, entre otras manifestaciones, resumen nuestra personalidad compleja, creativa y prolífica.
El bandidaje, por ejemplo, se ha extrapolado a todas las instancias de la vida pública y la administración del Estado (no sólo en Colombia, mire usted), la corrupción y el facilismo se han impuesto como formas de vida en la sociedad, son hechos incontrovertibles, causa y consecuencia de la guerra violenta y cotidiana.
La nacionalidad esta enormemente respaldada por leyes y normas que a la postre (y como postre) se han constituido en el gran registro escrito de una “catarsis colectiva” que denota un afán imaginario por no perder el horizonte ni la razón. Los imaginarios han sido, a la sazón, nuestro poderoso punto de apoyo: Queremos creer que las normas y los procedimientos jurídicos son suficientes por sí mismos y per sé.
Curiosamente, lo incomparable con otras culturas es la identidad de los pueblos, así que sólo nos queda buscar soluciones en nuestra propia organización y esencia, quizá construyendo oportunidades y auto reconociéndonos como lo insinuaron Zarathushtra, Kant y otros pensadores, buscando ser autónomos, diferentes y libres.
Invito a todos los colombianos y a los “no – colombianos” a que lean y estudien una lamentable e imborrable faceta de nuestro lado oscuro y sinuoso que nos presenta la Universidad Nacional: “la memoria histórica de nuestra propia guerra e identidad”.
Sus recomendaciones reafirman que el problema de la paz desborda los estrechos marcos
de la guerra político – militar, y que la paz es sencillamente un derecho inalienable de los pueblos.
Terminaría (transitoriamente) haciéndome cómplice de Carlos Fuentes (Mexicano) “No hay un solo país inocente, no hay una sola cultura inocente”. Vea usted.