La Nación
COLUMNISTAS

Los magos del agro

Desde finales del siglo XIX, en Argentina, inmigrantes europeos establecieron enormes fundos, hoy empresas agrarias que dominan el mercado mundial de alimentos. Salvo en materia de tributos, los más osados gobiernos populistas como el de Cristina Fernández que hoy rige sus destinos, no han tenido el valor de tocar esa propiedad. Una distribución de colonos que se sostuvo y que vale compararla: Hasta los más tildados terratenientes de la costa, protegidos de Mancuso y los Castaño, son unos pobretones igualados, si se les compara con los poseedores de las pampas, fértiles y húmedas, del sur del continente, incluyendo a Uruguay y Brasil. En Colombia ha sido diferente. Desde mediados del siglo pasado, el reformismo experimental ha utilizado todas sus formas para redimir al sector primario de la tierra. Con resultados nada definidos, lo único que se podría concluir de toda esa altisonante política agraria local, es que “en el campo, dos más dos no son cuatro”. Políticos, demagogos, redentores sociales, revolucionarios pasionales, académicos doctrinarios, técnicos de escritorio y dibujos, inefables burócratas, han dictado las recetas más conspicuas para rescatar a los pobres del agro. Una ya larga historia: repartir tierras, Incorar; alguien dijo eso no es suficiente; llegaron las ayudas, créditos incobrables, donaciones; se dijo que el parcelero debía habitar en su tierra, así se le exigió; ni la producción ni la rentabilidad respondieron. Se ensayó hasta la minucia. Nadie entendió el modelo humano de un campesino real; todo quedó en los dibujos y cifras que venían de las ciudades en manos de sabios y asesores de ministros. Hoy, para completar, de la Habana ha llegado, no solo a los campesinos, sino a todos los colombianos, otro retruécano interminable de intenciones ocultas, fórmulas ambiguas, verdades imprecisas, generalidades bien barnizadas, que a la senadora Claudia López le ha parecido un parto de montaña; pero con un oscuro y tramposo pozo de trivialidades, muy difíciles de formular para un referendo, con la amenaza violenta en favor de las famosas zonas de reserva para entregar a quienes no las obtuvieron por las armas.  En tal documento se extiende la mente compulsiva, el delirio de reunión, de colectivizar frases, de engañar con la retórica, de ocultar el puñal por la espalda. Ahí está la psiquis de los escogidos por Santos para sus diálogos. Humberto De la Calle parece haber sucumbido en su integridad intelectual después de dos largos años de baños permanentes, no en el mar Caribe, sino de esa locuacidad pertinaz, colectiva y ablandadora de la contraparte. Pero… Es solo el “primer punto” del acuerdo de paz.