La Nación
COLUMNISTAS

El difícil camino de una constituyente

Certidumbres e inquietudes

Sin duda, si finalmente se llega en La Habana a la adopción de verdaderos acuerdos entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc, ellos tendrán que ser formalizados mediante la aprobación de leyes y decretos ordenados a desarrollar lo convenido, y dependiendo del contenido, es muy probable que se requieran reformas constitucionales.

En lo que respecta a modificaciones de la Constitución, aunque teóricamente cabe cualquiera de los procedimientos de reforma que la misma Carta Política de 1991 contempla, lo cierto es que, dada la trascendencia del proceso de paz, los acuerdos tendrían mayor legitimidad y fundamento político si fueran aprobados directamente por el pueblo, sobre la base de la adecuada y profusa divulgación de su contenido y consecuencias institucionales.

Quien esto escribe ha sostenido en distintos foros académicos no ser partidario de la convocación de una asamblea constituyente para el expresado efecto, en especial si el contenido íntegro de la Constitución llegara a quedar sujeto a las decisiones de la misma.

En primer término, no podemos descartar que –aun fijándole un temario- la amplitud misma de los asuntos que hoy se discuten en La Habana y los términos ambiguos en que suelen redactarse los acuerdos de este tipo podrían conducir, casi con seguridad, a la práctica desaparición de los linderos competenciales. Además, sabemos que, como lo enseña nuestra propia historia, las constituyentes, una vez en actividad, tienden a desbordarse.

Por otro lado, no se sabe quiénes, aparte de los desmovilizados y de los amigos del proceso de paz, resulten elegidos como delegatarios, ni cuáles sean las mayorías en su interior. Y los enemigos de la paz –que en algunos casos son los mismos enemigos de la Constitución- no querrían perder la oportunidad de participar en la Asamblea Constituyente –y tendrían todo el derecho de aspirar a ella-, con el objeto de torpedear los acuerdos y, de paso, remover principios e instituciones democráticas que no son de su agrado. De suerte que todo este trámite podría desembocar en una imprevisible revisión –no querida por los colombianos- del Estatuto aprobado en 1991.

De otro lado, si estamos pensando en la finalización del conflicto en un término relativamente cercano –aunque ya vimos que las Farc no lo quieren así, y por ello proponen incluso el aplazamiento de las próximas elecciones-, convocar una asamblea constituyente no parece ser el camino más acertado. Basta, en efecto, consultar el texto del artículo 376 de la Constitución para verificar que el camino por transitar es complejo: se requiere una ley expedida por el Congreso con mayoría calificada, mediante la cual se convoca al pueblo para que decida, no sobre los acuerdos –lo que sí podría ocurrir, en camino más corto, si se tratara de un referendo-, sino acerca de si convoca o no a la Constituyente; antes del pronunciamiento popular, la Corte Constitucional debe revisar de oficio la ley, y eso demora unos seis meses; se entiende que el pueblo convoca la asamblea si así lo aprueba cuando menos una tercera parte de los integrantes del censo electoral; después viene la campaña para elegir a los constituyentes; principia a transcurrir el tiempo de la propia constituyente para debatir y aprobar las modificaciones o adiciones constitucionales, y entre tanto el Congreso queda suspendido en el ejercicio de su función como poder de reforma.

En fin, un camino largo, tortuoso y lleno de peligros para la Constitución de 1991 y para el mismo proceso de paz.