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Parábola de tres marxistas

Cada evento en la historia, contiene una subyacente enseñanza, una fábula. Una de ellas, la encontramos en la entrevista publicada en El Tiempo de un hombre de una larga y enriquecedora experiencia; José Mujica, presidente de Uruguay.

Pero la alegoría empieza con Fidel Castro, aquel hombre de más de cinco décadas de ejercicio absoluto del poder en el Caribe: Llegó con fortuna en el momento oportuno, a la hora propicia, para ejercer el mando absoluto sobre su pueblo.

Este, bien o mal, hubo de acogerlo. Es un ejemplo claro de que el ego, la megalomanía, es el principal motor de la política y la historia. Un ego fuerte, con el poder, goza más que con la riqueza; con él, se obtiene lo mismo que con el dinero y más cosas. Así, disponer de la vida de los semejantes, es el frenesí del narcisismo. La cínica declaración del castrismo sobre el fracaso de su sistema, para nada conmovió el vigor del establecimiento cubano. Castro compite históricamente por las más audaces y duraderas autocracias de la historia, con legendarios reyes y emperadores. García Márquez, sin proponérselo, escribió la alegoría no de Leonidas Trujillo, el otoñal patriarca, sino de su anti hombre, el triunfador imbatible del poder, su amigo Fidel.

Chávez, finado vecino de Venezuela, otro mesías lleno de sí, no alcanzó a suprimir del todo las instituciones de la democracia; calcó hasta donde pudo a su maestro del Caribe, para dejar una herencia de mando que por momentos parece resquebrajar a pesar del despilfarro de petrodólares con los que abonó su grandeza. Pero logró la más inconmensurable rendición de culto a una persona de que se tenga noticia en los últimos siglos. Perón, en la tumba, puede sentirse celoso del cortejo fúnebre de Caracas.

Mujica no gozó de esa riqueza glorificada del poder absoluto. Llegó a la presidencia de su país en los años de la plena madurez; había convertido la experiencia en sabiduría. Tan marxista como los anteriores, aceptó que el capitalismo es capaz de producir riqueza, sin la cual no hay nada qué repartir, requisito para rescatar a los pobres.

Desde luego, si esto lo hubiese expresado en sus años iniciales de activista impulsivo, habría sido descalificado prematuramente. Su reconocimiento expreso, impúdico para el modelo castrista de los años sesenta, de las realizaciones del capitalismo, es el resultado de la sabiduría y la nieve en el cabello.

A todo esto se puede concluir que para América y el mundo, la gran lección que trae el siglo XXI, es lograr honradamente un modelo pragmático de la sociedad.