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Perdonar a los verdugos

La muerte violenta de Paula Cooper conmocionó a quienes lucharon para impedir su ejecución por asestar 33 puñaladas a Ruth Pelke en 1985, cuando tenía sólo 15 años. Cooper y las otras tres menores robaron el auto y 10 dólares a la señora de 78 años.

La familia de la asesinada y la comunidad de Gary, Indiana, “capital del crimen” en Estados Unidos, exigían la pena de muerte para la última de las cuatro niñas en pasar por el banquillo. Las otras tres se habían salvado al considerar el juez que habían actuado bajo su influencia. Para evitar la silla eléctrica, la defensa de la menor intentó explicar la conducta de la asesina con los años de abusos físicos y psicológicos que le infligía su padre. Pero ya la habían condenado la sociedad y el juez James Kimbrough, contrario a la pena de muerte hasta este caso. El juez murió dos años después en un accidente de tráfico bajo la influencia del alcohol. Gente de su entorno insinuó que bebía más por las secuelas emocionales del caso.

No pudo ver los frutos de la lucha que encabezó Bill Pelke, el nieto de la asesinada, que  sintió la necesidad de perdonar. Mandar a alguien a la silla eléctrica iba en contra el mensaje cristiano que su abuela había compartido durante años con su comunidad.

Pelke, creador de un movimiento con familiares de víctimas de crímenes violentos, recorre distintos estados de su país para extender el mensaje de que la venganza nunca devuelve ninguna vida ni trae la paz para las familias de las víctimas.

Cooper salió de la cárcel en 2013. Menos de dos años después, dejó una carta en casa de una amiga suya en la que decía que quería ir adonde ningún ojo pudiera verla y oír el sonido de los pájaros por última vez y ver el sol levantarse. La policía la encontró muerta debajo de un árbol y con un disparo en la cabeza, incapaz de perdonarse como lo hicieron la sociedad y los propios familiares de Ruth Pelke.

El caso invita a reflexionar no sólo sobre el perdón o la necesidad de abolir la pena de muerte. El maltrato y el abuso en los menores dejan huellas imborrables y producen traumas causantes de abusos de alcohol y drogas. La posibilidad de que se produzcan actos de violencia aumenta en lugares donde la falta de oportunidades de trabajo y de educación golpea a los que tienen menos oportunidades.