La Nación
EDITORIAL

Editorial – Genocidio Arana

En Colombia ha pasado inadvertida la conmemoración de una fecha que debería estar marcada en los calendarios de la historia mundial de la ignominia, el salvajismo y la mayor estupidez humana, al lado del Holocausto Judío, los Gulag soviéticos o las brutales Cruzadas de la Edad Media. Este mes, hace un siglo, comenzaba la sangrienta explotación del caucho usando la mano de obra esclava, abusada y defenestrada de las comunidades indígenas del Amazonas, márgenes del río Putumayo, en poder de Julio César Arana del Águila, empresario, político y genocida peruano, cauchero inmisericorde y autor de los más oprobiosos vejámenes contra los aborígenes colombianos, peruanos y brasileños, si alguna nacionalidad puede dárseles. Se estima que unos 80 mil, incluyendo centenares de mestizos campesinos, murieron a manos de este individuo y sus esbirros. Y todo sucedió porque los gobiernos colombianos antes de 1930, nada hicieron frente a las atrocidades de la compañía de Arana; por un lado poco les importaban los indígenas, y por otro, desde los orígenes de la explotación del caucho en el Amazonas colombiano, tenían buenas relaciones con Arana. Por ejemplo, el general Rafael Reyes en tiempos de juventud había tenido negocios con Arana, ya que él y su familia tenían el negocio de la explotación de la quina, y utilizaban las mismas rutas que el caucho. Y luego, cuando estos países andinos, empujados por la vergüenza ante Europa, decidieron investigar los hechos, de 255 directivos de la Casa Arana procesados en Iquitos, ninguno llegó a juzgamiento y los delitos prescribieron sin que se sancionase a nadie. Y fue un huilense quien lanzó ante el mundo la alarma: José Eustasio Rivera con el poder de la palabra y la pluma, en La Vorágine retrató el drama: “… peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron” de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud…” Y un joven ingeniero ferroviario estadounidense, Walter Hardenburg, lo narró en otro escrito: “… los torturaban con fuego, agua y la crucifixión con los pies para arriba. Los empleados de la compañía cortaban a los indios en pedazos con machetes y aplastaban los sesos de los niños pequeños al lanzarlos contra árboles y paredes…” Cien años después, ahora, el presidente Juan Manuel Santos pidió perdón a los pueblos indígenas de la cuenca amazónica de su país que fueron víctimas de la Casa Arana. Los pueblos Huitoto,Bora, Okaina, Muinane, Andoque, Nonuya, Miraña, Yukuna y Matapí, todos ellos de la región de influencia de la Casa Arana, cuya bodega en La Chorrera fue reconstruida, padecieron los mayores suplicios durante 17 años que permaneció el genocida y su negocio. Y todo ocurrió en pleno siglo XX.