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El mundo está loco

Cuando hay picores en la piel, vamos al dermatólogo, cuando hay una caries o encías inflamadas, a un odontólogo, cuando duele la espalda, al fisioterapeuta, cuando hay problemas de vista, a un oftalmólogo. Acudimos a otorrinos, traumatólogos y demás médicos que se especializan en una parte del cuerpo para tratar el desequilibrio en sus síntomas. La capacidad de identificarlos nos facilita saber a qué especialista recurrir para recuperarnos.

Sin embargo, hay quienes no tienen la capacidad de identificar lo que les ocurre porque está dañada su propia percepción del mundo y de sus propias sensaciones y dolores. Millones de personas en el mundo padecen depresiones, ataques de ansiedad, trastornos de la personalidad, afecciones neurológicas como la epilepsia, estrés post-traumático, enfermedades mentales graves como la esquizofrenia. Naciones Unidas hace un llamamiento para sensibilizar sobre lo que se puede hacer para garantizar que puedan vivir con dignidad las personas con algún problema de salud mental.

Señalan las vejaciones que sufren a quienes encierran en manicomios y en centros “especializados”. Lejos de sentar unas condiciones para su recuperación, estos tratos terminan por hundir a quienes quizá se les pudo ofrecer un tratamiento en una fase temprana de su afección y así impedir su agravamiento.

Para eso se necesitan políticas y leyes enfocadas hacia los derechos de estas personas: derecho inherente a ser tratadas con dignidad y a recibir una atención médica adecuada y a no ser encerradas en condiciones contrarias a esos derechos. También se requieren recursos para formar y entrenar a profesionales de la salud para tratar a personas con dolencias mentales muy diversas.

Promover la salud mental no es cosa de “locos” ni se limita al aspecto mental y de la personalidad. Los problemas de salud mental requieren un enfoque que dé mayor protagonismo a las emociones. Muchas dolencias se producen por el desequilibrio interno que se produce ante la incapacidad de reaccionar ante semejantes situaciones: guerras, las llamadas catástrofes naturales y violencia extrema que desembocan muchas veces, en patologías como el estrés post-traumático.

Como resulta tan determinante el contexto social y familiar de la infancia en la salud mental del adulto, no podemos esperar avances reales sin el respeto de los derechos de niños y menores. No sólo se trata de “promover” derechos, tan de moda en el lenguaje de los foros internacionales, sino de hacerlos cumplir y de exigirlos ante tribunales.

Ese derecho a la salud debe abordar con urgencia una salud reproductiva que frene la explosión demográfica. Podemos evitar la llegada de niños inocentes a un mundo en el que la “locura” suele convertirse en mecanismo de supervivencia.