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Excluido, perdedor radical sin esperanza

En un lúcido ensayo, Hans Magnus Erzensberger ha querido ver en el terrorista suicida una muestra de este ser desarraigado y letal que ya puebla nuestro imaginario.
Al analizar las causas del terrorismo, sobresalen la tremenda injusticia social, nuestra dependencia energética y la fábrica de perdedores en que hemos convertido nuestras sociedades.

Cuando casi nos habíamos acostumbrado, no sin dolor ni sin ira, a convivir con los pobres, surgió en las últimas décadas el concepto de los excluidos. Aquellos que no sabían que eran pobres, ni tan siquiera que eran seres humanos. En menos de una década ha surgido una nueva figura, la del perdedor radical.

El perdedor radical es un hombre al borde del precipicio, su vida no vale nada porque se siente desposeído de una pretendida superioridad ancestral cuya razón no comprende. No se trata de casos aislados, su número crece en la medida en que nuestra sociedad se ha hecho opulenta y excluyente. Derechos humanos para todos, bienestar, reivindicaciones, expectativas de igualdad, consumismo y la lucha despiadada por convertirse en ganadores, pues son a los únicos que la sociedad respeta. Al mismo tiempo, los medios de comunicación han exhibido la tremenda desigualdad entre los habitantes del planeta. También sucede que los medios, por una vez, tomarán cuenta de su existencia. Pero algunos de estos perdedores radicales se hacen gregarios, inventan una patria, un más allá delirante y desembocan en un sentimiento de omnipotencia calamitoso. Véase ese autodenominado y espurio “Estado Islámico”. Es el mundo del terrorismo fanático que no busca reivindicaciones porque de su enemigo sólo quiere el cadáver.

Porque estamos con los pobres contra la pobreza, la lucha contra el hambre y la injusticia es el mandato más urgente e inaplazable de la vida. Hay una forma de respuesta desde nuestro puesto, la del voluntariado social al servicio de los más débiles y marginados. Con palabras de Frei Betto, ser voluntario es sumar esfuerzos, entrar por la puerta de la compasión y repartir lo que ningún mercado ofrece: cariño, apoyo, talento, complicidad, a fin de dar la vez a quien enmudeció la opresión y la voz a quien la injusticia marginó. El voluntario rescata mi propia autoestima, rediseña mi rostro humano, despliega las fibras anquilosadas de mi pereza, me inserta en la dinámica social, me hace cercano a las multitudes empobrecidas. Ser voluntario es saberse solidario, alzarse con pasión frente a la injusticia y aportar propuestas alternativas. La solidaridad es hacer propias las miserias ajenas. Saberse tú y actuar como nosotros.  Alejo de mí el asistencialismo que crea dependencias. “Voluntario, soy multitud.
Solidario, soy trabajo compartido. Sumando con todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia”. Me niego a acatar cualquier fractura que niegue a la familia humana el derecho a la fraternidad, lo que Frei Betto denomina fraternura para dar las manos a quienes asumen que la felicidad es el artículo único de la declaración de los Derechos Humanos.