La Nación
OPINIÓN

Vida Digna

Creo que todas las sociedades padecen de sus desgracias siempre y cuando sean permisivos con el factor que las ocasiona. Algunos son impredecibles, como las calamidades de la naturaleza; otros están vinculados con el concatenamiento de actos y hechos que finalizan con una crisis total, como las económicas o productivas; pero otras, las más comunes, son producto de la indiferencia y del escepticismo de una sociedad acomodada, febril y egoísta.
 
Cuando el significado de la vida (con todas las connotaciones lógicas que de ella se desprenden, con la magnificencia de su núcleo primordial, el hecho mismo de que sin ella nada existe, que el acto físico de la realidad es uno, el momento y nada más) se entiende perdido, ensombrecido, opacado por la barbarie, tristemente la sociedad que se cobija bajo esta circunstancia se encuentra total e irremediablemente perdida.
 
Es increíble que el asesinato de cuatro menores de edad, niños campesinos, haya pasado prácticamente desapercibido para el común de las personas. Y no es cuestión de comparar la reacción nuestra con la de otros países, no es el hecho de que allá protesten y marchen y acá nos sintamos cómodos almorzando con la noticia; es que si en nuestro propio criterio no está el sentimiento común del repudio, de la intolerancia inamovible hacia estos actos, pues la verdad es que estamos en nada, apagar y cerrar esto de una vez, para qué perder más el tiempo.
 
Lastimosamente y como lo he reiterado en columnas anteriores, ya estamos tan tristemente acostumbrados a la muerte, a la masacre, a la miseria humana que nos rodea, que simplemente nos erizamos al escuchar la noticia, pero seguimos volcando nuestra atención hacia actos superficiales que nos nublan la mente de lo realmente trascendental. Esta lamentable condición de convivir con la catástrofe nos ha llevado desde alabar la figura de un narcotraficante como modelo de vida, hasta seguir creyendo las patrañas de la política mafiosa, corrupta y paramilitar.
 
Y no solamente es el existir entre la muerte, es que su antítesis, la vida, tampoco nos resulta importante. El caso de la profesora Ruth Mira Cano Penagos, tía de una amiga mía, es el ejemplo por antonomasia. La labor que llevan a cabo sus familiares, su hija Laura Andrea, sus hermanos, sus sobrinos, ennoblece, pero entristece de igual manera.  Tienen que recolectar veinte millones de pesos para que EMCOSALUD pueda trasladarla al Hospital Universitario y allí continuar con el tratamiento que la mantiene con vida. Es inhumano que uno como persona sea víctima de un negocio entre entidades, donde si no es con plata, bien puede uno morirse tranquilamente.
 
Bien sea la muerte violenta de unos niños producida por miserables desalmados, o bien el sentimiento de impotencia al tener a un familiar querido agonizando en la sala de una incompetente prestadora de servicios, la vida misma se está quedando sin defensores. Parece que nos cuesta entender que la existencia de por sí es tan relativamente corta, que acortarla más de manera indolente es un total descaro, un desperdicio exponencialmente multiplicado.  Mis condolencias para la familia de los menores, y para todo el departamento del Caquetá, y mi respeto para la familia Cano Penagos, ojalá su lucha se vea recompensada con unos días más de alegría al lado de Ruth Mira.