La Nación
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Queríamos tanto a Andrés

Hola, soy el gol y como tal, estoy achilado, vale decir, achicopalado, derrumbado. Vuelto hilachas. Desde julio 2 de 1994 cuando un eficiente pistolero mató “una flor (Andrés Escobar) pero no la primavera”, ni siquiera me provoca salir al sol ni al aire que son mi ámbito. Soy el gol y estoy de luto, a media asta, a partir de aquel día.
Desde hace tiempos nos estamos acostumbrando en Locombia a que un luto mata al anterior. Y así, de luto en luto, vamos caminando hacia la amnesia final.
Los que asesinaron a Andrés no hicieron sino corroborar que el hombre mata lo que más ama.
Había consenso alrededor de Andrés como jugador y como caballero. Esas dos condiciones iban de la mano. Juntas pero sí revueltas. Algo que no se da silvestre aquí.
Matar a un futbolista como Andrés es como matar una paloma. Es hacerle un autogol a la vida. Algo murió con el fútbol a partir de la muerte del zaguero zurdo del Nacional y de la Selección.

Minúsculo consuelo el de las autoridades que se alegran al “comprobar” que no lo mató ninguna mafia. Como si el daño ocasionado no hubiera sido desmesurado.
Siempre era domingo cuando el balón llegaba a la siniestra pierna de “Calidad” Escobar. A esa izquierda le tocaba hacer el trabajo de los dos pies, porque la derecha sólo le servía para bajarse del bus.
Otra de la cofradía zurda es Maradona quien se gano tarjeta roja por meterse un puré de pepas para mejorar su rendimiento.
Con la muerte de Andrés casi provoca blasfemar con el gaucho Atahualpa Yupanki: “Dios por aquí no pasó”.
Claro que nos alegra saber que en el cielo, Dios lo tiene a su izquierda, para que haga juego con su pierna útil. O la derecha: se supone que Dios no tiene presa mala.
En los estadios le gastaron a Andrés dos minutos de silencio. Lástima que la experiencia nos enseñe que en Colombia “la solidaridad dura lo que dura un minuto de silencio”. Y este dura menos de sesenta segundos.
Los que somos goles de profesión nos resistimos a pensar que el espectáculo (el circo) tiene que continuar. Me declaro en huelga perpetua de alegría.

Porque eso se supone que es el fútbol: una dosis colectiva de regocijo y de paz escrita con los pies.
Como diría el maestro Echandía: Colombia, país de cafres, y espero no estar calumniando a los cafres que al menos son dueños de la razón de la sinrazón. Después de la partida de Andrés el último gol que salga del estadio que apague la luz.