La Nación
Una misa mayor 1 27 abril, 2024
COLUMNISTAS OPINIÓN

Una misa mayor

Sabían que se iban a despedir. Dos años en los que juntos habían cruzado uno de los peores desiertos en su vida. Y ahora estaban prontos a decir adiós en ese extraño país del Mundo Trasatlántico en donde asistían a su última misa, “una misa mayor”.

Dios así lo quiso, pensó de repente el hombre que en medio de la liturgia descifraba códigos culturales como ya lo había hecho en el África Occidental, años atrás. Esto es una suerte de “historia global cruzada”, le dijo al oído a la hermosa rubia de la que se iba a despedir en próximas horas.

Se habían conocido tal como dictaban los cánones del momento, sobre todo porque la pandemia no había dado tregua y aunque él era menos dado a esas maniobras, supo adaptarse a las faenas de la virtualidad. En cuestión de mujeres, había que arriesgar. Y a pesar de lo contrario que resultaba todo esto a sus métodos, en esa ocasión cantó victoria una vez más. Ahora, dos años después, se separarían sin saber si era la última vez que se verían.

Más de tres décadas en la “escena”, y unas cuantas relaciones terminadas. Varias por su culpa, otras tantas por ellas. En esta oportunidad, las cosas tampoco iban a ser diferentes. Antes de despedirse se iban a cruzar un par de reclamos tal como lo dicta el protocolo en estas ocasiones y harían el amor por última vez. A pesar de esto, insistía en que era una misa diferente; “una misa mayor”, pensaba para sus adentros el hombre que miraba fijamente ese Cristo que había partido la historia de la humanidad antes y después de su nacimiento.

Eran cuatro sacerdotes. El Nuncio Apostólico que había presentado recientemente sus cartas credenciales, su Secretario que de lejos era fácilmente identificable como africano, venía del Alto Volga, más exactamente de Bobo-Dioulasso donde él había estado años atrás. El párroco que a pesar de ser un nativo hablaba un perfecto inglés con acento indígena (indigenous) y el “kriol” o “creole” que era un mestizo en todo el sentido de la palabra.

Las lecturas, los coros y la homilía se hicieron en inglés, en creole, en un dialecto vernáculo y, en menor medida, en un romance o latín vulgar elevado a lengua por el peso de la historia. Las mujeres que cantaban llevaban prendas de origen. En ese país del Mundo Trasatlántico se asentaban varias culturas como idiomas, un sincretismo cultural bastante interesante para ser tan olvidado por la geografía política global.  De ahí que la santa misa, y la Semana Mayor, fuese un testimonio más de ese eclecticismo del que tanto gustaba aprehender el hombre que sería abandonado por la rubia.

La Semana Santa, que no se celebraba como en su país de origen, empezaba así bajo un rito que amalgamado por esa mixtura cultural en nada se parecía a la tradición que tan bien se había implantado desde Las Españas del otro lado del Atlántico, hace más de quinientos años. Igual, se iban a separar, concluyó.

Ella partiría para otro país llevando la tristeza con decoro, sus lágrimas amenazaban con correr el maquillaje que con maestría solo ella sabía hacer. Las secó ella misma. Por su parte, él evitaba mirarla para no quebrarse, pero eso no lo eximía de sentir ese dolor físico que trae consigo una despedida. Ya lo había sentido a lo largo de su vida, y en no pocas ocasiones. En el momento previo de la comunión sacramental, cuando el rito de la paz así lo demandaba, se fundieron en un abrazo y quedaron en santa paz.

La bendición se impartió. El Nuncio y su Secretario se despidieron, de gran parte de los feligreses, en inglés y en latín vulgar o romance, los otros sacerdotes lo hicieron con el resto de los asistentes, uno a uno, en dialectos nativos. Hasta ahí una misa tan particular y una relación singular.