La Nación
COLUMNISTAS

A la memoria de los niños

Dedicarle una página al hecho sobre el cual me referiré no significará mucho en comparación con lo que cada uno pudiéramos aportar desde nuestras propias posibilidades. No recuerdo que un episodio como el ocurrido en el Caquetá me hubiera tocado las fibras más internas y sensibles, al punto de hacerme vacilar en la salivación de la garganta. Así que dedicaré estas sencillas letras a la memoria de estos niños sacrificados por la ignominia humana. De manera que me detendré rápidamente a comentar tres ideas de forma puntual.

Primero, no cabe la más mínima duda acerca de la perplejidad que suscitó el hecho macabro que por estos días ha resonado en los noticieros. El vil asesinato de cuatro niños confirma la descomposición moral que ha padecido Colombia hace ya un buen tiempo, pues no merece llevar la estadística de este fenómeno. Los números dejémoslos para el manejo de la cantidad; lo que aquí nos convoca es la vida y su defensa. ¿Qué decir ante este absurdo existencial frente al cual los colombianos pretendemos consolidar unas prácticas de pacificación en nuestras poblaciones? El contexto que engloba este hecho permite que emerja un sinnúmero de salvedades que pudieran o no hacer posible entenderlo como un todo. Pereciera que se repitiera una y otra vez la historia de aquellos infantes inocentes sacrificados por Herodes ante la llegada del Mesías judío. Como si el miedo a perder el poder sobre las cosas sobrepasaran la vida de los niños inmolados. Pero, querámoslo o no, este episodio nos recuerda la mancha de sangre con la cual se engalana la historia de las naciones en sus proyectos colonizadores.

Segundo, una vez más, es la posesión de tierras el pretexto de muerte y desolación en nuestros co-fráteres. Es el ansia de dominio la razón de exterminio entre los iguales. Es la incapacidad de aceptación del otro en su singularidad lo que aviva las prácticas “cainezcas” donde el hermano desconoce la ubicación de su alter-ego cuando Dios hecho conciencia apela en su reconocimiento. – “¿Dónde está tu hermano?”. Lo curioso fue que aquellos niños, en su calidad de hermanos, sabían dónde estaban cada quién. No quisiera entrar en banas especulaciones sobre las razones del crimen, aunque no se puede obviar las amenazas de las que era objeto en padre de los niños. Unas amenazas que ya habían puestas en conocimiento de las autoridades, pero que fue necesaria la presencia de la muerte para confirmar su veracidad. En la pena de muerte a la que fueron sentenciados los infantes tiene responsabilidad el Estado ante la omisión y negligencia de no corresponder a aquellas denuncias interpuestas con anticipación. Pero, vuelvo y sostengo, pareciera que en nuestro país, la ratificación de una medida no está determinada por la urgencia de su aplicabilidad, sino por los occisos que la confirmen.  

Tercero, y con esto concluyo. La marcha se efectuó. La recompensa ya se ofreció. ¿Será que en Colombia no iremos a entender que la vida única e irrepetible? Quizá la muerte de estos niños no quede en impunidad, pero será una lección más para entender que en nuestros país la legitimación de las leyes está a cargo de las muertes que la revaliden.