La Nación
OPINIÓN

¡Y Olé!

Las tradicionales fiestas de corralejas que se extienden por la región sabanera de la costa caribe colombiana, son una vez más, motivo de polémica. Inmortalizadas en la canción del mismo nombre, autoría  del compositor Rubén Darío Salcedo coloca esta expresión popular, en el imaginario de los colombianos.
 
Pero esa “fiesta buena”, que no ha empezado aún en Sincelejo, pero si en otras localidades  de Sucre, Córdoba y Bolívar,  han estado en el ojo del Huracán por motivos que van desde la seguridad de los espectadores y aquellos que osan entrar al corral, pasando por  la integridad física de los toros y caballos que se hayan en el ruedo.
 
Para un costeño debe ser irritante que un cachaco se inmiscuya en asuntos tan propios de su idiosincrasia, algo así como que un santandereano pusiera en tela de juicio nuestras tradiciones sampedrinas, pero resulta claro que  dichas tradiciones deben ser revisadas.
 
A simple vista, las corralejas son una invitación a la tragedia: estructuras de madera que cimbran al ruido de papayeras y el bailoteo de las personas que concurren procedentes de todos los estratos sociales, cual coliseo romano para ver como una “cuadrilla” realiza  un sin número de acrobacias alrededor del toro bravo criollo muchas veces auspiciadas por los gobernantes de turno o políticos aspirantes.
 
Pero aún hay más, envalentonados por la ingesta de ron y otras bebidas espirituosas aumento el número de personas que se enfrentan al poder de un animal que no sabe que hizo para estar allí.
 
El resultado, como es de esperarse = la muerte, ora del hombre ora del toro, pero ¿acaso eso se le puede llamar diversión?.
 
Turbaco, municipio bolivarense, cercano a la ciudad de Cartagena, fue escenario del último episodio de un desenfreno y un caos total que no representa  en ningún caso una expresión artística o cultural sino un acto de salvajismo de quienes se consideran seres pensantes.
 
Y aunque el debate no es de ayer, ya viene siendo hora de que esta clase de espectáculos sean re-inventados, los días de César Rincón pasaron, días en que se celebraron sus gestas en la plaza de las Ventas de Madrid, y era una especie de James Rodríguez a mediados de los 90.
 
Se equivocan quienes piensan que César Rincón fue un asesino porque no lo fue, lo que sucede es que fue un hombre de su tiempo, como diría un animalista sensato, con quien hablara alguna vez, el hombre en su momento debió ser un ser insensible frente a los animales, de no haberlo sido (incluso, de no serlo) jamás hubiera sobrevivido las inclemencias del hábitat que lo rodeaba, simplemente porque  torcerle el “pescuezo” a una gallina o sacarle las tripas a un pez, le hubiera parecido un acto inmoral.
 
Luego, a falta de formas de divertimento, o por razones que van desde lo religioso hasta lo jurídico echarle mano a un animalito a tal punto de cosificarlo, fue parte de la cultura de los pueblos por muchos años, de allí que se defienda en algunos casos que perduren, esto a manera de recuerdo de lo que alguna vez fuimos y por lo que tuvimos que pasar como sociedad.
 
Dicho argumento de expresión cultural debe dar paso a una premisa sencilla, hay tradiciones que valen la pena conservar y otras, que simplemente deben ser traídas a presente, la relación de los humanos con los animales va a ser siempre tan estrecha que no vale la pena seguir deteriorándola con actos que solo incitan  a la violencia y la irracionalidad.